MÓNICA MORALES
Es inevitable emocionarse con una carrera de 200 metros planos, con una competencia de natación o al ver a una gimnasta dominar las vigas. Es inevitable emocionarse con el deporte.
Hoy terminan los Juegos Olímpicos de Río, un evento que inundó de adrenalina nuestros televisores, hogares y redes sociales. Pero además de adrenalina hubo mujeres guapas, porque, claro, ¿qué sería de una cobertura sin cuerpos esculturales que generen rating y titulares llamativos? Al menos esa parece ser la lógica de muchos medios de comunicación.
A mis oídos llegó el chisme de la atleta brasileña que perdió la posibilidad de ganar una medalla a causa de una noche de sexo desenfrenado justo la víspera de su debut. Ingrid de Oliveira se acostó con Pedro Gonçalves, un competidor del equipo de remo de Brasil, de quien se supo muy poco. Se supo que a ella la suspendieron por indisciplina y a él no.
Claro: seguramente la mujer fue la culpable, la provocadora, la poco casta; él, solo un hombre viril que se vio tentado y siguió sus instintos carnales. Pobrecito. (Por favor, léanme con ironía).
En medio de la felicidad que nos provocan los Juegos Olímpicos, hay indignación por el trato hacia las mujeres. El asunto no es solo percepción mía, ni de los cientos de feministas (hombres y mujeres) alrededor del mundo que se han manifestado. El asunto incluso ha sido comprobado por estudios científicos.
Investigadores del lenguaje de la Universidad de Cambridge (Inglaterra) analizaron 160 millones de palabras de diarios, blogs y redes sociales con información deportiva. La sorpresa no lo es tanto: cuando se habla de deportes, los protagonistas son los hombres. La mujer está en segundo plano a pesar de que su participación es cada vez más equitativa (un 45 % de los competidores de Río 2016 fueron mujeres).
El estudio también reflejó un desequilibrio en las asociaciones de palabras. Cuando se va a hablar de una mujer, se emplean términos como edad, embarazo, soltera o casada. Cuando se habla de un hombre, se utilizan adjetivos como rápido, fuerte o grandioso.
El lenguaje alrededor de las mujeres en los deportes se centra desproporcionadamente en la apariencia física y la vida personal.
Sigamos con ejemplos recientes. La tiradora estadounidense Corey Cogdell ganó bronce tras su participación en Río y el periódico Chicago Tribune lo informó en Twitter con la frase “La mujer de un línea de los Bears (equipo de fútbol americano) ha ganado hoy una medalla de bronce en las Olimpiadas de Río”. ¿La mujer de quién?
Cogdell, quien aparentemente es propiedad de un jugador de fútbol americano, ya había ganado una medalla en Pekín 2008, pero ahora sabemos que eso no es importante: lo importante es que es la mujer de un línea de los Bears (ironía, obvio).
¿Y qué me dicen de la nadadora húngara Katinka Hosszú, quien logró el récord mundial en 400 metros combinado gracias a su marido? No fue gracias a sus entrenamientos, su esfuerzo, su mentalidad o su condición física: no, no.
Dan Hicks, comentarista de la cadena de televisión NBC, lo dijo muy claro: “Él es el tipo responsable de este triunfo. Has de fijarte en cómo ha cambiado su motivación desde que él la entrena”. Hicks olvidó que la nadadora fue campeona de Europa en el 2010, dos años antes de que su actual marido se convirtiera en su entrenador.
Los casos siguen con los comentarios negativos hacia las atletas de contextura gruesa, o la admiración de la belleza física por encima del talento.
En medio de la algarabía y la celebración del deporte, queda un sinsabor por un tema que aún debemos cambiar. Ya no se vale que los hombres sigan siendo los protagonistas de los logros femeninos, ni mucho menos que lo estético se imponga ante lo deportivo.