Nuestro primer ritual, como futuras "mejores amigas", fue sentarnos a la orilla de su cama a ver fotos viejas familiares. Con los días, llegaron otros. Como orinar con la puerta abierta, o escondernos la última bola de mozzarella que sobraba de los espaguetis sin que nadie supiera.
Esto no era común en mí, durante toda mi vida les he huido a las amigas, a las mujeres, específicamente.
No me toma mucho tiempo descifrar si no lo son.
Las mujeres –entre mujeres– podemos manifestar, si lo queremos, magia negra.
Pero nosotras, en un acto por salvarnos la vida, decidimos no hacerlo, y a cambio nos quisimos.
Cualquier día, después de las 6 de la tarde, lo pasábamos en la sala de la casa hablando. Nos sentábamos frente a frente y yo la escuchaba contarme sobre hombres que le destrozaron la vida. Ya de madrugada me leía su diario, el que comenzó a escribir desde los 15.
Del otro lado del escenario yo le contaba sobre lo desplazada que me siento, constantemente, en mi entorno inmediato.
Ella asentía, como quien lo había descifrado hacía mucho tiempo. El problema, me decía, es que sigo siendo ingenua. Entonces discutíamos.
Generalmente recordábamos el primer día que nos vimos. Estábamos en un bar, aburridas, cuando de pronto, nos miramos. Ella me reconoció, yo solo sabía su nombre. Al rato salimos a hablar. Sus manos eran largas y frías y nos abrazamos para calentarnos, y sugerimos –en ese instante– ser amigas.
Pero el instante no significó nada. Pasaron meses hasta que nos volvimos a ver. Y ese día hablamos con la verdad, con la que sale del estómago. Todo cambió.
Dejamos la superficie y nos mostramos las cartas.
Cultivar la relación significó invertir tiempo en entendernos para no odiarnos. Decidimos amar algo más que nuestra propia piel, porque eso alimenta el espíritu.
Con el tiempo comprendimos que pocos toman esa gran decisión, porque hacerlo representa abandonar el Yo, para notar a los demás. Toma coraje arriesgar el beneficio propio. Los que no entienden, solo saben señalar el error.
Nos pareció gracioso y tierno saber que cumplo años el mismo día que su papá. Lloramos y reímos como si eso significara algo trascendental cuando nos dimos cuenta. Pensamos que era un mensaje, de algún más allá.
Entendimos talvez porqué eramos amigas. No solo estábamos enamoradas de las coincidencias, sino que juntas podíamos hacer todo para perseguirlas y encontrar algo de sentido en ellas. Jugamos con fuego. Nos quemamos. Aprendimos. Dolió. Estábamos tratando de entender esto. Todo Esto.
Corro detrás de imágenes y no siempre debo, le dije una noche. Asentimos.
Hace rato que no la veo, pero tratando de dormir y pensando en nuestras últimas conversaciones, leí La vida privada de los árboles, un libro que tengo fotocopiado, y que tiene escrito cosas como estas:
"Es una historia de amor, nada demasiado particular: dos personas construyen, con voluntad e inocencia, un mundo paralelo que, naturalmente, muy pronto se viene abajo. Los bruscos cambios del destino de quienes suben, y bajan y no se van y no se quedan".
Pero en este momento, en que regreso a sentirme desplazada, cruda, sin energías para imaginar, cansada de escuchar a quiénes dicen saber más y ser sabios por edad y porque han llorado más, recuerdo un día cuando íbamos caminando por una larga acera y notamos un camino de hormigas rojas.
Ella pensó que yo no lo había visto, y trató de advertirme. Pero yo las había notado hacía rato. Ayer volví a ver las hormigas. Esta vez iba con Monse. Tratamos de llegar al origen, pero era infinito. Cambiamos de acera.
Cuando tenía 2 años solía recorrer hileras de hormigas con mi papá. A veces el amor se manifiesta así.
Tenemos rato distanciadas, pero recurro cada tanto a lo último que escribió, un texto que me leyó en voz alta a la orilla de mi cama:
"En la concavidad de mis moléculas seguiré siendo eterna, y dentro de esa eternidad ni los más profundos Conjuros pueden tocarme. Te agradezco, todo, no hay malo no hay bueno, solo la estrella que en su ingenuo intento de destino nos unió".