“La tecnología conspira con el populismo para crear una dictadura del 'me gusta' ideológicamente boba”.
La frase forma parte del brillante ensayo Los escépticos , publicado por Alex Ross en The New Yorker , meses atrás. Contrastando las posiciones de Theodor Adorno y Walter Benjamin (ilustres pensadores de la escuela de Frankfurt) Ross aborda un tema que provoca desvelos a Vargas Llosa: la cultura de masas.
Mientras Benjamin encontraba el valor de la transgresión desde la cultura pop (la obra de Chaplin, por ejemplo) Adorno se mostraba más escéptico y veía en las expresiones artísticas de bajo calibre (digamos, las películas de Disney) un instrumento de control político y económico enfocado a reforzar la conformidad que nos ofrece “la libertad de elegir lo mismo de siempre”.
Ambas teorías son defendibles y debatibles, ciertamente los medios populares pueden alcanzar fines revolucionarios (el cómic V for Vendetta , por ejemplo) y ayudarnos a cuestionar las reglas de la sociedad, pero no son estas obras las que suelen poblar los anaqueles de la cada vez más infame literatura de supermercado. Hay que ser francos: el grueso de los seres humanos no desea cuestionarse nada, tan solo busca distraerse y combatir esa insatisfacción crónica propia de nuestros tiempos (“líquidos”, agregaría Zygmunt Bauman).
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La nota más leída
En medio de aquel debate eterno la tecnología prometía nivelar el terreno y permitir a las manifestaciones artísticas “alternativas” alcanzar a la audiencia masiva a partir de la Internet, hermosa utopía de la democracia cultural y la participación universal. Pero, como bien plantea Astra Taylor en su libro Tomando de vuelta el poder y la cultura en la era digital , todo ese escenario dorado distó de concretarse. Aquel monopolio de la información que supuestamente íbamos a romper terminó por consolidarse con nuevos agentes controlando llaveros y candados: Amazon, Google, Facebook, Apple…
“(La visión de) darle a la gente lo que la gente “quiere” no nos trata como ciudadanos, sino como meros consumidores en busca de lo predecible y cómodo”, dice Taylor. “Lo que queremos se parece sospechosamente a lo que ya tenemos, más de lo mismo, el equivalente cultural a una ducha caliente”, sentencia. En otras palabras, la ilusión de elegir, la pesadilla de Adorno.
Así, en medio de concursos de “me gusta” ("¿me ayudás con un like ?") y fotos de nuestros nietos en Facebook (sin su consentimiento), se lucra con el contenido que generamos y regalamos: nuestra propia vida, nada menos. Mientras, los medios de comunicación batallan por nuestro tiempo banalizando cada vez más su contenido y sugiriéndonos leer “lo mismo que lee todo el mundo”. La pregunta es: ¿qué es eso que está leyendo todo el mundo? La respuesta nunca fue tan evidente como hoy día. Y nunca tan desalentadora.