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Fotografía: Carlos Matías Sáenz Ferreto.
Nos ha ocurrido alguna vez, ¿verdad? Sentir que alguien nos mira. No hay cómo darse cuenta y, sin embargo, percibimos que, furtivamente, hay quien observa. Precisamente, en eso pensó Carlos Matías Sáenz Ferreto, costarricense, fotógrafo del Museo Nacional de Antropología de México a finales de los años 60, cuando intuyó que un ser seguía sus movimientos, mientras él aplacaba la sed en la pileta de un humilde rancho indígena en la región de Oaxaca, México, donde recién había llegado con su colega Alfonso Muñoz, tras una extensa y extenuante travesía de investigación antropológica y fotográfica por valles, montañas y desiertos del territorio azteca.
Fiel a su tradición de dar hasta lo que no posee, la familia aborigen se disponía a compartir con los forasteros sus alimentos: maíz para paliar el hambre, agua para calmar la sed. Con la pulcritud que heredó de sus padres, Carlos Luis Sáenz Elizondo y Adela Ferreto Segura, escritores y educadores insignes, adalides de la izquierda costarricense en la época de las utopías, antes de comer, Carlos Matías pidió agua para asearse y refrescarse.
“Agobiado por el sopor y el cansancio, yo demoraba adrede mientras me restregaba el rostro, sorbía un poco de agua e intentaba recuperarme”.
Así recuerda la ocasión de marras el maestro Sáenz Ferreto, quien años después de residir y trabajar en México, retornó a su patria a formar parte de los fundadores del Centro Costarricense de Producción Cinematográfica del Ministerio de Cultura, en 1973.
“No sé cómo ni por qué. Pero podía intuir que yo no estaba solo en ese rincón del rancho. Que alguien se fijaba en mí”, dice. “Con la cámara y el exposímetro colgados al cuello –equipo fotográfico del que no me desprendía ni siquiera para dormir--, picado por la curiosidad, voltee y descubrí a un bebé indígena quien, con sus grandes ojos negros, abiertos, sin pestañear, me observaba de pies a cabeza. ¡Qué linda imagen!, pensé. ¿Cómo hago para hacer esta foto? No te muevas, niñito, por favor, no te muevas, era mi silenciosa súplica”.
Fascinado por la repentina escena, consciente de que un viraje en falso le haría perder aquel instante luminoso, el fotógrafo agarró la cámara y, a ojo de buen cubero, calculó el encuadre, la velocidad, el enfoque, la exposición, la luz, la profundidad de campo; en fin… Igual que un avezado cazador, Sáenz viró como un rayo y ¡saz! El clic y el flash asustaron a la criatura. “Asomaba sus ojos y la nariz e, ipso facto, se ocultó en el fondo de su nido de cabuya”, recuerda Carlos.
De vuelta días después en el museo, con la incógnita de si había o no conseguido plasmar la estampa, el fotógrafo ingresó al cuarto oscuro de revelado, ese sitio misterioso, mágico, encantador, el reducto de la verdad. Papel de fotografía, químicos, revelador, fijador, el ámbar de las botellas, las bandejas, la ampliadora…, elementos de utilería propios de un espacio hoy en desuso, por el advenimiento de la tecnología digital.
Sin ocultar su emoción, Sáenz describe aquel ritual. “Con pinzas, removí el papel en una bandeja. Igual que se disipa la niebla y, paulatinamente, reaparecen el contorno y las formas, emergió, bello y nítido, el anhelado retrato, como un sueño en blanco y negro”, rememora.
Hace varios años que no visito el apartamento de mis amigos Charlie Sáenz y Damaris Zúñiga, en Barrio México. Eran tardes largas de amistad y tertulias compartidas entre tazas de café, vino, voces, guitarras y, en una de las paredes, un testigo entrañable: el retrato del niño indígena, con su mirar sempiterno.
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Tinta Fresca 6 de junio