Quien cuida una orquídea, cuida un misterio, me revela una voz desde La Habana cuando llueve mucho en San José y mis guarias moradas esperan la luz del verano.
Están sanas y verdes, pero ni rastros de flores. Todavía no es el momento. Florecer es su reacción frente al riesgo de desaparecer que trae la falta de agua. Presienten el peligro, como las personas, y desean y necesitan perpetuarse. Saben que a sus flores les seguirán brotes nuevos y que más adelante, a más tardar un año, esos hijos darán ramos propios y el engranaje echará a andar de nuevo. Así trabaja el tiempo.
Mis guarias llevan años adueñándose del muro que da a la calle con unas raíces largas que recuerdan a las culebrinas, los dibujos de los rayos en el cielo.
Era un niño cuando empecé a ver con sorpresa las matas que mi madre colocaba amorosamente en tejas de barro a la sombra del cas y del naranjo. Pasaba la Navidad y a esas tejas iba a dar la lana del portal. Después de permanecer once meses en la discreción más absoluta, las plantas respondían cada febrero con ramos enormes.
A mi asombro se unió un día la música y en la escuela supe que en 1934 unos señores habían compuesto una canción para aquellas flores sencillas que compensan con belleza la ausencia de aroma.
Jugando en los potreros que se resistían a ser urbanizados deseaba encontrarlas por la orilla de los ríos, adornando las quebradas, pero no ocurrió. Las vi más adelante, aunque no moradas, en las palabras de José León Sánchez, quien sembró para nosotros en un cuento suyo una cattleya negra y seductora.
Y del libro regresé a la música para descubrir un video grabado en 1979 en “Las estrellas se reúnen”, el programa con el cual Santiago Ferrando nos entretuvo cada sábado durante décadas mientras llegaban el cable y la internet. La estrella invitada era la Billo’s Caracas Boys, que interpretaría “La guaria morada”.
Cheo García comienza cantando bajito, con delicadeza, y queda claro desde el inicio que lleva en la garganta una versión distinta a la que sonó tantos setiembres en tantos actos cívicos. Empieza con tal sabor que parece recién llegada de un largo tiempo en el Caribe.
Transformado por la Billo’s, nuestro tema deja botado el luto de su ropaje y se convierte en una celebración de güiro y de trombones. Una la oye y el cuerpo lo agradece.
Cuando aún están empapadas de invierno, las guarias moradas ofrecen un regalo adelantado por medio de unos envoltorios verdes que asoman por ahí de noviembre en cada brote nuevo.
Quien cuida un misterio debe saber reconocer el paso del tiempo en sus criaturas y aguardar. Puede ser que un día descubra con algo de temor que parecen perdidas las cápsulas que resguardan los ramos, pero eso cambiará.
Las capsulitas, ahora secas y quebradizas, se hinchan de la noche a la mañana, se llenan de vida y de futuro y se dejan ver, pálidas aún por la falta de sol, las guarias prometidas tanto tiempo atrás.
Es allí, en ese instante, cuando el cuidador, con los pies muy bien puestos en la tierra y sonriente, encuentra frente a él las respuestas al misterio que protege