Tinta fresca: El Cronopio y los cineastas

El escritor argentino Julio Cortázar estuvo en Costa Rica y visitó el Centro de Cine, en 1976. Parece que fue ayer…

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El tiempo no es más que un punto de referencia en la historia de la humanidad, un mojón, un orden pensado por el hombre para organizarse en sociedad. De los conceptos que definen pasado, presente y futuro, dos son ciertos y el tercero un impostor. Leamos por qué.

El ayer se revela en las huellas de la piel, en el prodigio de la memoria, en fotografías, filmes, videos, o en las palabras. Se manifiesta cada vez que observamos una fotografía, encendemos un proyector o abrimos páginas en las que el verbo retrata el alma.

El presente es aquí y ahora. En cambio, del futuro no podemos asegurar absolutamente nada pues, hasta el sol de hoy, nadie ha logrado aproximarse a sus confines para regresar y dar testimonio de su existencia. Etéreo como un espejismo, si acaso existe, el mañana subyace solamente en las hojas sin estrenar de los calendarios.

Una de mis distracciones favoritas consiste en introducirme en cualquier foto o filme que por equis motivo me llama la atención. Observo detenidamente el cuadro, cierro los ojos, me lanzo al vacío, planeo sobre la escena, ingreso en su atmósfera y aterrizo en la geografía que componen el blanco y negro, el color o el sepia.

En esta fotografía del año 1976, me introduzco discretamente en la visita del escritor argentino Julio Cortázar al Departamento de Cine del Ministerio de Cultura. Invitado por Carmen Naranjo para disertar en el Teatro Nacional en torno a su novela Rayuela, el mítico creador de cronopios y de famas acaba de observar la proyección de cine documental que organizaron para él los jóvenes realizadores del Departamento (hoy Centro de Cine).

El programa en la sala de proyección del tercer piso del Centro, estuvo compuesto por La cultura del guaro, de Carlos Freer; Las cuarentas, de Víctor Vega, y Los presos, de Víctor Ramírez, trilogía del dolor que levantó roncha con su cinematografía cruda y directa en la sociedad costarricense de aquel entonces, la vibrante década de la cultura y las utopías.

Justo en el instante en que las luces de la sala se encienden tras el último crédito en la pantalla, al disiparse el rayo de luz del proyector, como un polizón de lo intangible, yo me materializo en la reunión. Jorge Vilaplana, Guillermo Munguía, Amando Gatgens y Olger Mora rebobinan las cintas y las guardan cuidadosamente en las cajas metálicas. Entretanto, Víctor Ramírez acomoda su silla frente a Cortázar, quien permanece junto a la también escritora Virginia Grutter.

Además, están presentes la fundadora del Centro de Cine, Kitico Moreno, y varios intelectuales, todos atentos a lo que el célebre argentino se dispone a comentar. Con una mano en la barbilla, el escritor reflexiona unos instantes… “Me emociona apreciar una cinematografía que retrata tanto drama y tan cruda realidad latinoamericana, con esa motivadora sinceridad poética”, expresa don Julio con su voz profunda.

De seguido, se origina un coloquio que adereza las palabras del gran literato con las opiniones de los demás, algunas bromas y esas risas espontáneas que afloran entre la gente cuando está pasándola bien. Los invitados dejan sus asientos. Hay café y bocadillos en un extremo de la sala.

A cierta distancia de Cortázar, los muchachos de Kitico (así les llamaban a Carlos Freer, Víctor Ramírez, Antonio Yglesias, Ingo Niehaus y Carlos Matías Sáenz), elogian discretamente la atractiva presencia del connotado y espigado escritor, cuán joven, entusiasta y vital luce a sus 62 años.

Todos disfrutan con su elocuencia, carisma y exquisita personalidad. “De veras, don Julio es un auténtico cronopio”, comentan entre ellos, casi en susurros.

Vale recordar que la literatura de Julio Cortázar define a los cronopios como criaturas ingenuas, idealistas, desordenadas, sensibles y poco convencionales, en abierto contraste con los famas, que son rígidos, organizados y sentenciosos. Hace más de cuarenta años, el Cronopio mayor dejó una estela de evocación que pervive en la casa histórica del Centro de Cine, señorial y hermosa en la cima del Barrio Amón.

Parece que fue ayer; sin embargo, el presente es aquí y ahora.

Guiado por la fantasía y cautivo de la nostalgia, imagino que vuelvo a entrar en ese querido lugar, donde ingresé a trabajar tres años después de la visita de Cortázar. Mis pasos resuenan sobre el mosaico original y los lustrosos pisos de madera de la residencia.

De pronto, escucho voces en uno de los aposentos.

Me aproximo a hurtadillas y descubro a Horacio Oliveira y a la Maga, personajes de Rayuela. Oliveira apura un mate, ella toma un café. A juzgar por las mejillas húmedas de la mujer, recién terminan una de las discusiones que hilvanan la narrativa de la novela.

Delicadamente, la Maga levanta un pliegue de su enagua larga, seca una lágrima y le dice a Oliveira: “Pero por suerte vos y yo nos hemos visto lo suficiente en esta vida, como para saber que mucho de lo que no nos decimos, queda dicho para siempre”.