La confianza es el tejido conjuntivo que sostiene, y mantiene unida, la estructura social. Se nutre de la esperanza y de la reciprocidad, de la fe en el otro y de la expectativa de que lo que se da se recibe de vuelta. Es también, a nivel individual, uno de los elementos cruciales en la conformación del carácter de un ser humano. La seguridad en uno mismo, y la seguridad con la que uno enfrenta al mundo, dependen de esta creencia, de este supuesto, de esta fe. Y de que se materialice: en los padres, en los compañeros de juegos, en los amigos, en los compañeros de trabajo, en los socios, en la pareja, en los conciudadanos, en las instituciones.
Por eso cuando la desconfianza asoma y comienza a expandir su sombra, debería preocuparnos a todos. Quizás no nos preocupe porque tendemos a proyectarla fuera de nosotros, y ojalá lejos. Primero, en las instituciones llamadas a orientar, dirigir, formar o informar a la ciudadanía. Y, efectivamente, la desconfianza nunca es más dañina, colectivamente hablando, que cuando tiene su origen en la actuación, por acción u omisión, de quienes, se supone, por elección o por mérito, nos lideran, dirigen o manejan la cosa pública. Los niveles de confianza en el sistema judicial, la policía, el parlamento, los partidos políticos, los sindicatos, los medios de comunicación o las iglesias se han venido deteriorando en los últimos años y son escandalosamente bajos en algunos casos. A la desconfianza le sigue la desligitimación. Y de la desconfianza en las instancias particulares a la desconfianza en “el sistema”, en nuestro modelo de convivencia, media un paso.
Pero la confianza no se deteriora solo por lo que las instituciones hagan o dejen de hacer. La desconfianza nace también de la propia experiencia cotidiana. De nuestro actuar diario, orientado por nuestros propios prejuicios y nuestros propios miedos.
Nos cuesta aquilatar el daño que nos hacemos, como individuos y como colectividad, cuando por nuestra descortesía una persona no se atreve a cruzar el paso de cebra porque desconfía de que vayamos a detenernos; cuando no confiamos en que la ausencia de direccionales del vehículo de adelante signifique que va a seguir recto; cuando no hablamos con el vecino, al que no conocemos, pero preferimos evitar, por miedo al rechazo o a la intromisión; cuando nos atemoriza el mendigo que se aproxima, e interpretamos su solicitud de ayuda como un intento de asalto; cuando creemos que el extranjero, de tan extrañas costumbres, es el responsable de muchos de nuestros infortunios; cuando sospechamos de las intenciones del profesional que nos recomienda un producto, un servicio o un curso de acción porque creemos que nos está haciendo gastar un dinero innecesario; cuando creemos que la empresa para la que trabajamos intenta meternos la mano en la bolsa; cuando sospechamos que quien trabaja para nosotros solo quiere robarse el salario; cuando interpretamos la negativa de un amigo a una invitación como un desaire; cuando celamos a la pareja e interpretamos como deslealtades hasta los gestos más nimios.
Muchas herramientas que nos ha brindado la tecnología reciente, incluso, o principalmente, aquellas que se supone fueron desarrolladas para acercarnos, están contribuyendo a agravar el problema. En lugar de ampliar nuestro ámbito de relaciones y nuestro conocimiento de los otros, en lugar de fomentar la confianza, nos han llevado a encerrarnos en pequeños grupos de afinidad, en los que, entre similares, nos reforzamos mutuamente nuestros gustos y opiniones. Nos refugiamos en burbujas virtuales, y nos mofamos de otros primates que, en otros pequeños grupos, en otras burbujas, piensan distinto o muestran otras preferencias.
Adicionalmente, la virtualidad de estas relaciones nos exime de querernos, u odiarnos, cara a cara. Lo que agrava el problema. Porque es muy fácil querer, cuando no comporta ningún compromiso, más allá de un emoji. Y es muy fácil también agredir a alguien a quien no se conoce, que carece de entidad, que es una mera caricatura, casi infrahumano.
Pero solo cara a cara se pueden dirimir las diferencias, preservando el respeto por el otro. Porque es mucho más difícil agredir, viendo a los ojos, a quien tiene un rostro, un nombre, una familia y una historia. Y que resulta que es, además, un compatriota, alguien que vive en nuestra misma casa, la de todos. Y al rechazar la agresión, comenzamos a tender puentes, a generar confianza. Porque solo con confianza podremos tener esa casa en orden, y vivir todos en paz. De otro modo, corremos el riesgo de incendiarla. Y quemarnos todos dentro.