Tinta Fresca: Carta sobre mi hermano

Mi hermano es la persona que más se parece a mí. Tal vez no disfrute mis lacrimógenas canciones y yo no valore su predilecta serie sobre bomberos, pero esos son detalles menores; son los bordes arrugados del vibrante cuadro de nuestro vida

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Cada año nos parecemos más. La barba, la altura, el humor incorrecto, los abrazos invisibles, la presencia que se extraña cuando alguno no está junto al otro, la emoción de un cumpleaños compartido…

Mi hermano es la persona que más se parece a mí. Tal vez él no disfrute mis lacrimógenas canciones y yo no valore su predilecta serie sobre bomberos, pero esos son detalles menores; son los bordes arrugados del vibrante cuadro de nuestro vida.

Los seis años de distancia entre ambos (que parecen poco importar cuando salimos a correr por Escalante y nos gritan ‘gemelos’) provocaron que mi hermano egresara de nuestro centro académico justo en mi último año de la primaria. A pesar de estar en niveles diferentes, compartimos aulas, olores, profesores, chicles pegados bajo el pupitre, anécdotas y días de lluvia que aún se recuerdan cuando nos preguntamos qué fueron aquellos días.

Yo siendo un niño y él adolescente, nunca hubo broma. Nunca me tomó el pelo frente a sus amigos senior, nunca se avergonzó de que le dijera “hermanito” cuando salía con su pandilla rumbo al Pizza Attack que se había convertido en su propia tradición, nunca me ocultó su mirada cuando gozaba la sabrosa popularidad que la vida solo ofrece en la pubertad.

Llegábamos a casa y mirábamos maratones de tonterías: el video nuevo de Nelly Furtado , el vigésimo visionado de un capítulo de Bob Esponja que sabíamos de memoria, el show que tenían Yiyo y Choché antes de que el acondicionador para el cabello se pusiera de moda... Mi hermano siempre estaba pegado al televisor, con su incipiente bigote y una melena colocha completamente irreconocible en su carné de identidad.

No pensé que extrañaría a mi hermano en la secundaria hasta un día de noveno grado. No quería ir al colegio, me molestaban tres compañeros y, una mañana, cuando boté mis témperas en la clase de plásticas, nadie llegó a ayudarme.

De inmediato pensé en él, en mi hermano, el que ya no estaría en el aula de al lado porque hacía cinco años había dejado estos salones. Ahora estaba en laboratorios de ciencias siendo el mejor, como siempre.

No me quedó más que salir del aula de plásticas y buscar a una conserje que nunca apareció. Encontré en aquellos blancos pasillos la sala de limpieza, ocupada únicamente por un palopisos. Entré, respiré y en la angosta pared oscura busqué el rostro de mi hermano, el que siempre gastaba sus trescientos colones en la escuela para comprarme una bolsa de Coca-Cola en el bus de don José.

Ya adulto, mucho más adulto, en una que otra ocasión hizo ligeras bromas del “hermano mayor que molesta al menor”. Cuando él salía de la habitación, me preguntaban: “¿pelean mucho?” y sin dudar yo respondía que no, que esos chistes eran de un personaje adoptado por él. “Es una máscara,. Él siempre ha sido todo para mí”, decía, pensando que cuando uno entre amigos se refiere a un hermano pienso en el nombre de él.

Ya no es el televisor, ni los videojuegos de fútbol que nos congregaron junto a una pantalla los que provocan las risas burbujeantes que colapsan contra las paredes; ahora suele ser la sala oscura del cine, del teatro, la del sillón de la casa o las sombras que nos cobijan en su carro cuando el Spotify acompaña el camino hacia nuestro predilecto restaurante de salchichas.

Mis primeros pasos siempre fueron sus segundos. Lo siguen siendo. Porque mi hermano siempre se ha devuelto a ver cómo camino, y ver cómo lo miro. Porque siempre ha sido mejor que yo, y estoy feliz que así sea.