Tenía cinco o seis años de edad cuando conocí a Marta, mi madrina, una dama triste con semblante de luna blanca que transitaba casi inadvertida en los salones de la casa grande. Señorial, gris y esquinera, la mansión de los García Valverde estaba situada dos cuadras al norte del edificio de Correos, en el centro de San José.
Era el hogar de los abuelos, Cesáreo y Manuela. Mi abuelo la compró en mil colones, según los registros de propiedad de la época luego de que, junto con sus hermanos, Ignacio y Adolfo, recaló en nuestras tierras en el siglo XIX, proveniente de España. Cesáreo García y Manuela Valverde se casaron en la iglesia La Merced.
A punta de trabajo, el esforzado inmigrante forjó una industria de candelas que progresó a tal grado que consiguió labrar una apreciable fortuna, suficiente para otorgar un perfil aristocrático a sus trece hijos (siete varones, seis mujeres) y por extensión a sus descendientes. Sin embargo, tras su intempestivo fallecimiento, el caudal del abuelo se diluyó aceleradamente y nos fuimos quedando más limpios que la tabla del dulce, pues si bien la estirpe nunca se pierde, las fortunas sí pueden acabar, según los giros de la existencia y la frívola suerte.
Lo cierto es que el capital del abuelo fue raleando con los años y ahora conservamos solamente una bóveda en el Cementerio General y el apartado postal 113-1000. O sea, la última morada y un casillero casi en desuso, son nuestros únicos bienes heredados.
Un día, cuando frisaba los cincuenta años de edad, el abuelo cayó fulminado en la sala de la casa por causa de un infarto y dejó a Manuela con el Padre Nuestro en la boca y la responsabilidad de sus hijos, la mayoría adolescentes.
Mi papá era el menor (1921-1993). No había cumplido un año cuando murió su padre. Entonces, Marta, en plena adolescencia, se dedicó a cuidar y guiar al cumiche, mientras la abuela administraba el patrimonio familiar con las cuentas del Santo Rosario y el auxilio de sus hijas mayores. La dedicación de Marta por mi papá derivó en un gran amor fraternal entre la adolescente y el niño. Por eso, años después, cuando yo nací (18-9-52), mi papá solicitó a Marta que aceptara ser mi madrina.
Fue así que, junto con Hugo Díaz Jiménez -- recordado dibujante y caricaturista nacional, gran amigo de la familia--, Marta y Hugo me llevaron a la pila bautismal en la iglesia Santa Teresita.
Los hermanos García Valverde, Cesáreo, Sady, Guillermo, Ramón, Manuel, Carmen, Rosario y Lizardo, tomaron sus propios rumbos fuera de la residencia, donde radicó la abuela hasta su muerte (1963), con Canda (Cándida), Mela (Mérida), Tina (Argentina), Plácido y Marta.
¿Qué sucede en la vida de quienes, teniéndolo todo, sufren carencias que les precipitan a un laberinto? Sobran teorías, estudios científicos, diagnósticos, creencias, verdades, medias verdades y falsedades que no deseo reiterar, salvo decir, con absoluta certeza, que una depresión altera, inmoviliza, anula y mata.
Mi madrina era un ser humano afable y gentil. Sin embargo, su personalidad habitual fue mutando en un fantasma insomne en la penumbra de su habitación. Dicen que empezó a conversar cada vez menos hasta durar días enteros sin pronunciar palabra. Luego sobrevinieron sus lágrimas sin explicación y, tras el dolor prolongado, el abismo de la soledad y su muerte, en 1978.
Siendo niños, mi hermano mayor y yo empujábamos con dificultad el pesado portón de hierro de la casa de la abuela --en cuyo dintel se leía: Villa Malou--, nos recibía la tía Canda. Dulce y maternal, Canda nos invitaba a entrar y yo me ocultaba detrás de mi hermano, pues me daba temor ingresar al interior de la sombría mansión, con sus cortinajes similares al telón del Teatro Nacional, pisos de madera finísima, cristalería de alto valor, pasadizos y portezuelas internas, sótano, bodega de vinos, jardines y un ático.
Mientras las tías (Canda, Tina y Mela) nos colmaban de atenciones, golosinas y monedas de dos colones (un platal en aquella época), yo observaba a mi madrina a cierta distancia. Vestía una bata clara con flores estampadas, sonreía tristemente y parecía levitar entre recinto y recinto.
De la depresión y otros problemas sicológicos no se hablaba en el seno de las familias de aquellos años. Tampoco en mi casa había chance de preguntar, pues cada vez que lo hacíamos, mi mamá nos torcía los ojos. No fue sino hasta en mi edad adulta que supe, por boca de mi padre, con su voz trémula y un nudo en la garganta, que conservaba el recuerdo de su hermana en un reducto especial de su alma.
Si este relato fuera un guion cinematográfico, anotaría al margen de mi libreto un flashback; es decir, una técnica audiovisual para devolver la trama al atardecer del jueves 13 de mayo de 1993: mi madre se acercó a su marido y notó en su rostro de claro de luna una reconfortante sensación de serenidad.
En su agonía, mi papá le comentó que recién había conversado con su hermana Marta. “Ha venido por mí”, expresó. Poco después, al borde de la media noche, mi madrina tomó de la mano a su querido hermano y partieron juntos a la eternidad, porque hay lazos de sangre que perduran en la memoria, el tiempo y la distancia.