Ser mánager en Costa Rica, el empedrado oficio que se aprende en la calle

Comerse problemas ajenos, tener una mirada en el arte y otra en la billetera, así como amar y odiar a un amigo son parte de las particularidades inherentes al oficio de representación artística. Un grupo de mánagers cuenta las vicisitudes del oficio

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Después de un concierto de 19 mil personas en Guatemala, la agrupación costarricense La Banda fue a gozar de su popularidad a una ciudad costera en Honduras. Las expectativas para el concierto eran grandes, pues las entradas se habían vendido e incluso el público había derribado los portones que protegían la tarima para vivir la música de cerca.

La Banda podía provocar ese frenesí.

Alfredo Chino Moreno, el mánager de la agrupación, recuerda las caras sudadas, los gritos del público y los pasos que convirtieron a esa playa en una pista de baile, a finales de los años setenta.

“Fue un éxito total”, recuerda, “pero al final, todos los músicos, empapados de sudor, se metieron a la microbús y el dueño del lugar me dijo que la gente quería que tocáramos una hora más. Yo le dije que eso no era posible”.

Pero había que hacerlo, rememora Moreno, ante la advertencia que le hizo el dueño del local. “Él me dijo: ‘yo no puedo hacer nada… Porque si no tocan, esta gente les va a romper el equipo’”.

“Ellos (los músicos) estaban furiosos. Yo estaba consciente de que los maes habían echado todo y les dije que lo sentía mucho, pero que había que tocar más”.

La incertidumbre de lo que puede ocurrir, no solo en un año, sino en un minuto, es inherente al trabajo de ser mánager, una profesión que no se estudia en la universidad, más bien es un oficio que se aprende en el camino; uno en el que suele haber más malas noticias que buenas, más peleas que abrazos, según cuentan quienes viven de esta labor.

A Chino Moreno le correspondió ataviarse con este título aún cuando el nombre “mánager” no se había institucionalizado. Eran los setenta y su carrera como intérprete no era el frente que más le emocionaba.

En su adolescencia, sin saberlo, había aprendido cómo gestionar el oficio. Detrás de los platillos de la batería gestó la que considera el arma vital para ser mánager: la mirada.

Tocaba con amigos, fuese jazz o fuese rock, y veía cómo se movía su amigo de la guitarra, cómo conectaba los ojos el vocalista, cómo se desplazaba por el escenario el bajista. “Observando a la gente se encuentra el ritmo, la conexión con el público. Eso es lo que define cómo llevar a una banda”.

Aunque su padre quería que trabajase en la NASA y acabara su carrera en ingeniería eléctrica, Chino no pudo resistirse al impulso de dedicarse a la música desde otro frente: buscar el éxito sin poner un pie en el escenario.

El truco fue suficiente para ser el hombre detrás del auge de la música popular del último tercio del siglo XX. Manantial, Abracadabra y La Banda pasaron por sus manos. Ni siquiera necesitó aprender a leer música para comprender la escena. “Entendí que era un idioma, eso fue lo importante”.

Chino no lo hubiese entendido sin haber encontrado la mejor piscina de música de todas las posibles: la radio. En sus veintes (ahora tiene 72) instalaron una emisora por su casa que también vendía discos. “Yo siempre compraba los que nadie quería, y de paso eran los más baratos”, bromea.

El dueño de la emisora le puso ojo al muchacho “por su buen gusto” y lo fichó para conducir un programa de radio en las madrugadas. Al tiempo, Chino creció en la jerarquía hasta ser director de la radio.

Con oficina propia en la radio, los artistas empezaron a asomarse a su puerta. Al estar en contacto con todo tipo de música, se convirtió en un mentor inesperado. Le preguntaban por los dotes que encontraba en músicos para incorporarlos en la parrilla de programación, y qué podían hacer los nuevos grupos que aparecían para crecer.

“Yo les daba consejos a las bandas, pero nadie me hacía caso. Un día llegó Luis Jákamo (futuro líder de Manantial) y me preguntó qué podía hacer. Yo le dije: ‘te doy el consejo, pero tenés que hacerme caso’. Así empecé a ser mánager”.

Para 1974, en el concierto de inauguración de Manantial, se comprobó que los susurros de Chino Moreno tenían un hechizo: elegir una vestimenta y trazar una estrategia de producción de conciertos se materializó en un llenazo de filas interminables en la ciudad de Santa Ana.

Esa noche Chino Moreno tuvo la premonición de que algo grande vendría.

“Había que construir el oficio del representante porque los artistas pueden ser vistos como futbolistas: desde pequeños son interesantes, tienen talento y ellos no saben de dónde salió ese. El problema es que no existe una FIFA. No hay contratos. Si crece la fama puede pasar cualquier cosa”.

Chino no olvida una historia que padeció otra banda musical. En un viaje para tocar en EE.UU., el tecladista de la agrupación amenazó al mánager con cambiar las condiciones de su paga en el aeropuerto o no iría. “Y el tecladista es fundamental en la música popular, tuvieron que pagarle”, recuerda sobre la anécdota Moreno.

“Y eso no está bien, pero es difícil de contrarrestar porque algunos músicos son divos. Hasta el más insignificante de los músicos puede creer que el teatro se llena por él. Y el problema es que al ser mánager de una banda no solo tenés que tratar con un divo, sino con cinco, seis, y a veces hasta te terminás convirtiendo en psicólogo”.

Con una de sus bandas, Chino rememora que debió convertirse en terapeuta a falta de diez minutos para tocar, cuando vio a dos de los músicos agarrándose en el lodo del caribe costarricense. “Yo estaba soldando unos cables, volví a ver y se estaban agarrando. ¡No sé cómo hice, pero acordaron tocar y tuvimos que pedir ropa prestada porque estaban embarrialados!”, dice entre risas.

“Es una loquera absoluta. Pero eso es lo mejor de ser mánager: uno trabaja con locos como uno”.

Cuando la popularidad crece

Chino Moreno lo dijo. La vida de la escena musical no es tan distante de la de los futbolistas y justo el comienzo de Luis Felipe Téllez en la escena tica surgió en el Estadio Morera Soto en Alajuela, hace 12 años.

Tellez había estudiado ingeniería industrial y relaciones públicas, pero su llamado a la música apareció desde los quince años, en su natal Bogotá. Para aquella circunstancia, Téllez se involucró en un proyecto de bien social llamado Soñar despierto, una fundación que requería de donaciones para niños con enfermedades terminales.

La mejor idea para la recaudación brotó de golpe en su cabeza: hacer conciertos. Así se apasionó por la producción de eventos y, cuando se hablaba de fiesta, Luis Felipe era el sinónimo.

Pero para el 2008 apenas y habían pasado meses de la migración de Téllez a Costa Rica. Los engranajes giraron para que el mánager de la estrella cafetera Juanes le pidiera colaboración a Téllez con miras al megaconcierto que realizaría en el país. Él ni chistó en convertirse en tour mánager para aquel evento.

En la fiesta de esa gira, que justo cerraba en Alajuela, nadie más que él podría encargarse de la fiesta de clausura. Allí, entre vinos y chistes, conoció a figuras de la industria tica y encontró el nombre de la banda que lo haría popular en el país desde aquel momento: Percance.

“Poco a poco fui aprendiendo que, a veces, uno se convierte en un ‘nánager’", dice riendo. "Este es un oficio muy emocional porque si haces las cosas mal, acabas con el sueño de una persona, entonces debes ser su amigo y después de allí te propones potenciar sus cualidades”, explica.

Y así lo hizo. Tellez consiguió convertir a la banda en el estandarte del ska en el país, llenando conciertos al aire libre, haciendo un multitudinario concierto en la Plaza de la Democracia al comienzo de la década, llevándolos de gira por la región, haciéndolos firmar patrocinios envidiables e incluso agotando boletos en el Lunario de la Ciudad de México. Todo un hito.

Ahora, con 31 años, es el propietario de D+F Entertainment y continúa con Percance en su pecho, tras doce años de relación y haberlos llevado a la cima de la exposición local.

“Es curioso porque imaginate, a pesar de que es difícil pegar en la música, cuando estás dentro puede ser sencillo tocar techo. Hacés los circuitos de bares, municipalidades, festivales y listo. ¿Qué sigue? Las empresas te sienten quemado y hay que encontrar otras vías. Nosotros sonamos en todo lado”, reflexiona.

“Entonces yo lo que pienso es en los artistas que deben salir de sus fronteras. Carlos Vives era famoso en Colombia, pero irse a México cambió todo. Eso buscamos con Percance en este momento”.

Daniel Moreno, a quien muchos conocer por ser el Demasiado Honesto del grupo de comedia La Media Docena, también comparte la reflexión de Téllez.

“Yo veo a Ricardo Arjona, por ejemplo, que era popular en Guatemala, pero no demasiado. Si él no se hubiese ido a México posiblemente no fuera el músico centroamericano más conocido del mundo”, analiza.

Daniel, quien es actor, guionista, director, humorista y empresario, fue el mánager de la banda de rock Gandhi durante su estallido en el primer lustro de los 2000.

Moreno había estudiado economía e ingeniería civil, pero desde joven soñaba con hacer negocios sobre la música. Su tío, Chino Moreno, lo crió bajo la cobija del chiqui chiqui, con La Banda ensayando en el patio de su casa y teniendo los conciertos de Manantial como paseo infaltable de fin de semana.

En Tibás, en 1998, cumplió ese sueño infantil, regentando una tienda de CDs. Detrás del mostrador, Moreno vendía discos con orgullo mientras dividía sus días con los shows de teatro de La Media Docena.

Un día, cuando Gandhi ya se había hecho su nombre y acababan de grabar el disco Páginas Perdidas, Luis Montalbert (líder de la banda) y sus otros tres compañeros del grupo se acercaron a Moreno para hacerle una oferta que jamás rechazaría.

Daniel no se perdía un concierto de Gandhi desde la primera presentación del cuarteto, en 1993. Le parecía increíble y conocía a todos los miembros al haber compartido secundaria con ellos.

“Era mi sueño hecho realidad. Yo siempre iba a todos los conciertos y ahora me iban a pagar por eso, ¿se imagina?”.

Así fue como a Daniel le tocó vivir, la que considera, la mejor época de Gandhi: de 1999 al 2006. “Yo solo tengo suerte”, dice. “Tuvimos firma con disqueras, plata para videos, presupuesto para hacer giras hasta México. Tuvimos todo”.

Reflexionando sobre aquella época, casi quince años después, Daniel mira las vicisitudes del oficio. “Es raro porque uno como mánager aparece cuando la banda ya dio un salto y necesita potenciarse; antes no. Ellos deben arreglarse en ese período. Es algo que aún se mantiene y que es parte de esta industria complicada”.

“Pero sí que lo logramos. Mi labor fue canalizar todas las energías de ellos y se reflejó en que Gandhi fue un fenómeno en la región pero no pasó a más, porque teníamos muchos motivos para quedarnos, como nuestras familias. Imagino que todavía eso pasa, ese salto para la popularidad que puede involucrar una salida del país no es una decisión sencilla”.

Propuestas que se convierten en retos

La vida de mánager empezó para Antonio Rodríguez con el mismo alfa que Daniel: desde Gandhi.

Su intersección con los roqueros fue en el 2013, por un “golpe de suerte” que llama él. Antonio recién había abandonado su trabajo como periodista y, por giros que ni él logra explicar, convenció a la banda de ser su representante. “Fue lo mejor. Ellos me enseñaron todo lo que sé”, dice.

Ese período duró poco más de un año y le bastó para cosechar en su cabeza la idea de ser representante de artistas. Al día de hoy ha trabajado con Las Robertas, Hijos, Santos & Zurdo y, especialmente, desde hace tres años con Sonámbulo y hace cinco, desde el día uno, con Magpie Jay.

Con esta agrupación la tarea ha sido especialmente complicada: colar una banda de rock alternativo con letras en inglés en el inconsciente colectivo tico.

“Topamos con una barrera de patriotismo por derribar, porque para muchos hablar en inglés es de ‘fresas’ o así. Pero el inglés es parte de nuestra identidad. Somos un país de turismo, de servicios, bilingüe… Eso es algo de orgullo, algo que adoptamos a nuestra identidad, pero que debemos enfrentar”.

Ante esa tarea, el éxito de Antonio sabe mejor. Magpie Jay no es solo una de las bandas con más relieve del país y con giras por la región, sino que también transformó y generó un parteaguas de la escena roquera nacional.

En los últimos dos años, el grupo realizó un espectáculo de teatro danza en el Melico Salazar e hizo dos llenos en el Teatro Nacional, recinto que desde hace 35 años no presentaba ninguna propuesta de este género. “Era algo contra todos los pronósticos y se hizo. Surgió ante la necesidad. Muchos bares quebraron y había que encontrar una manera de recuperar y pensamos en reactivarnos desde un teatro”.

Para Antonio, ser mánager parte desde ser un comunicador, tanto para adentro como para afuera. “Se trata de vender, claro, pero uno se topa a muchachos con sueños descabellados de ir por el mundo”, comenta. “Así es que uno no es un líder por los números que se generan; uno es el hombro que necesitan para llorar. Este es un oficio tan emocional que si no tenés a los músicos en sintonía todos se dispersan, y en verdad que se necesita estar en sintonía para un proyecto como este”.

Otra escena compleja es la de la música lírica. Ante el tabú que existe sobre la imposibilidad de que la ópera alcance grandes públicos, dos casos de representación artística aparecen.

El primero es el de Mariela Jiménez, de 39 años, a quien le gusta verse como la encargada de crear un “ejército de cantantes líricos” para el futuro.

La mejor manera para lograr su cometido fue crear un laboratorio de voz que también sirve como vitrina de talentos. Ella misma, desde sus inicios, ve a las fichas que puede representar.

Su mayor nombre es el barítono José Arturo Chacón, quien también es su socio en la productora Grupo 31. Ambos se conocieron hace más de una década, cuando Jiménez supo que Chacón se habría camino en Nueva York.

Finalmente, cuando Chacón regresó a Costa Rica, se apoyó en Jiménez para esculpir su carta de presentación. Así consiguió el aplaudido rol de Don Giovanni que lo convirtió en Premio Nacional de Música en el 2019.

Posteriormente, ambos crearon un recinto escénico llamado Laboratorio John Lehmeyer, fundado en el 2017. La planificación y mentoría sobre los espectáculos y la estética que presenta Jiménez han sido vitales para la rentabilidad del espacio pues, con una propuesta de títulos operísticos, jazz, blues, tangos y música plancha, el laboratorio tuvo casa llena en su temporada 2019.

Jiménez aprovecha la figura relevante del barítono para presentar a sus otras fichas. Más recientemente sucedió con Keren Padilla, una mezzosoprano prometedora. También, ha encontrado proyección para artistas como Indiana Leal que se desarrolla en India y Marcelo Vargas que se proyecta en Italia.

“En la música se fabrica otro producto, uno de sensibilidad. No se puede ver al artista como un número y destruirle la mente diciéndole: cantas esto y te callas. No hay fórmulas porque si no este artista llega a los 35 años y ahí acaba. Este es un género complejo y hay que encontrar la manera de vender, pero siempre resguardando la calidad”.

A diferencia de la música popular, Jiménez ha observado que el acercamiento al público es diferente con la música lírica.

El oficio le llegó de rebote pues su vida adulta comenzó como pintora empírica; posteriormente entró a la universidad a estudiar arte costarricense y, unos años después, decidió estudiar traducción del inglés, carrera que abandonó al poco tiempo “porque la música me llamó y quería vivir la música desde otro lente. Que otro sea el que esté en el escenario”.

Para el cantante y mánager Arnoldo Castillo, la música lírica es vista desde otro frente.

El pasado diciembre, Castillo subió un video al Facebook del grupo Los Tenores (el cual representa y del que también forma parte) sin demasiada atención. Estaba preocupado por la gestión del sitio web de su agencia de representación así como por preparar los ensayos navideños del grupo.

Pasaron las horas y, cuando miró su teléfono, se impactó súbitamente: el video había alcanzado popularidad, tanta que ahora registra más de cinco millones de reproducciones. “Fue una alegría tremenda porque justo de eso se trata el management: de poner al artista en movimiento, de tener actualidad”.

Castillo, quien se dio a conocer como cantante en la década de los 2000, entendió sobre el oficio ante la necesidad de manejar su propia agenda. Supo que su estrategia funcionaba y rápidamente pensó que podía fusionar sus estudios universitarios en administración de mercadeo con la música era posible.

Incluso a comienzos del siglo, cuando fue director regional de Sony Music, se apasionó por las dinámicas del mercado, tanto que muchos colegas se acercaron a a su oficina para preguntarle cómo potenciar su carrera, de la misma forma que le había sucedido a Chino Moreno décadas atrás.

Para responder hoy esa pregunta, Arnoldo no titubea: hay que encontrar qué funciona con el público y colocar objetivos (sea crear discos, shows o buscar patrocinios).

Castillo cree en tener los dos ojos puestos en la audiencia, para encontrar cómo ser comercial. Cree que esta palabra tiene un lastre de “oscurantismo”, pero que “lo comercial es lo que hace que cualquier proyecto se sostenga económicamente”.

Para confirmar su criterio, recurre a casos como el de Diego El Cigala, “un hombre que si solo cantara flamenco no sería tan popular. Llegó a la balada, al son cubano, y arrastró un público inmenso. Lo mismo hizo Pavarotii, Bocelli…”.

Su premisa ha dado una buena cosecha: Editus, Joaquín Yglesias, Malpaís, Los Tenores y Divas Tríos son las fichas con las que juega en el mercado.

“Estar atento al público hizo que desde el primer día Los Tenores tuvieran éxito. Nos sorprendimos que los conciertos agotaran entradas y ahora podemos hacer diez conciertos en teatro… Pero no es una receta. Es una relación de amistad y de manejo en la que se aprende cada día”.