San Andrés, el ‘paseo a pagos’ de los ticos en los 80

Viajar a la isla colombiana en pleno 2018 es un maravilloso dejavú: el pequeño paraíso, destino turístico de moda en el país décadas atrás, parece estar detenido en el tiempo, anclado en el lema que les ofrece a turistas de todo el mundo “Aquí nadie corre”. Increíble que, apenas a 45 minutos, haya un microcosmos tan diferente al nuestro

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“Uyyy San Andrés, ¿qué pasaría con San Andrés? ¿Se acuerdan cuando medio mundo pagaba clubes de viajes por años para ir a conocer?”. La inquietud surgió semanas atrás, durante un paseo a Manuel Antonio, Quepos, cuando las aguas celestes de este maravilloso paraje nacional nos remontó al famoso mar verdeazulado que caracteriza a la isla colombiana.

No fue cuento, mes y medio después estábamos abordando un madrugador chárter de Avianca, que nos cruzaría en cosa de 45 minutos a la isla prometida, aquella con la que soñaba despierta de chiquilla, más que todo porque ya solo subirse a un avión en los 70 u 80 era una utopía para muchos, y si encima era para conocer la famosa San Andrés, pues ni hablar.

Decidí volar a la isla absolutamente desprolija de información, ni de antes, ni de ahora: me fui apenas con mis imaginarios de antaño, que se reducían a un lugar lleno de hermosas playas, con un malecón, muchos hoteles y eso sería.

Fue, a no dudarlo, una acertada decisión porque me encontraría con un mundo impensado en el que pasaría cuatro días de desconecte, asombro, relajamiento y sorpresa porque, en serio, en San Andrés “nadie corre”.

Viaje al pasado

Por supuesto, cuatro días no son suficientes para radiografiar una ciudad, pero sí para observar, sentir, percibir, aproximarse a la esencia de su gente y a su cotidianidad.

Tras un vuelo de menos de una hora desde el Juan Santamaría hasta su homólogo, el aeropuerto internacional Gustavo Rojas Pinilla, arribamos pasadas las 2 de la madrugada a esta suerte de “tierra prometida tropical”.

Los del chárter desde Tiquicia éramos los únicos en la terminal, sin embargo, el papeleo migratorio se nos hizo una eternidad: fuimos saliendo del aeropuerto como dos horas después, ya casi con el alba encima.

La impaciencia vivida en el aeropuerto se esfumó no bien recibimos, al salir, una agradable oleada de tibia brisa marina, esa que solo el Caribe puede emanar.

A la orilla de la terminal aérea (en buen estado pero sin modernidad), una simpática guía nos va ubicando en taxis que no parecían serlo. En especial el que nos tocó a nosotros: se trataba de una verdadera pipilacha modelo ochentero, cuidado y si no de los años 70.

Subo al asiento del acompañante del chofer, un simpático negro ya algo mayor, quien se ríe al verme intentando encontrar el cinturón de seguridad mientras me dice que “no sirve”.

Ya me había percatado pues donde alguna vez hubo un cinturón, solo quedaba un deshilachado mecate suelto. Miro al conductor sorprendida en lo que sería mi primera conversa con un sanandresano y le hago una pregunta que, luego lo sabría, era una completa inocentada.

–¿Y si nos pesca la policía? ¿Pero además, no es peligroso?

(Más risas)

–Nada. Y no. Aquí nadie corre.

Un “fresquito” para el alma

Tras cargar pilas unas horas en el hotel Brisas del Mar, tipo 11 de la mañana salimos a buscar el transporte que nos llevaría al centro.

En mi ignorancia autoinducida, no tenía idea de que San Andrés es un territorio de apenas 26 kilómetros cuadrados y que su población no llega a los 100 mil habitantes.

El hotel quedaba frente a la playa, en la que una hilera de palmeras que se mecían permanentemente nos dio una de las sorpresas más agradables de aquel paseo: en San Andrés no existe ese calor bochornoso que a menudo nos sofoca en otras playas, dentro y fuera del país.

Puede que no haya una sola nube en el límpido cielo, pero la brisa permanente energiza los sentidos y el sol se disfruta sin maldecir el calor. “Es por la posición de la isla”, nos cuenta el taxista que nos lleva al ‘downtown’. También explica generalidades como que, si bien el idioma es español, casi todos los isleños hablan patuá.

Aquel decir de que para conocer una ciudad nada mejor que hablar con los taxistas, en San Andrés se convierte en una máxima.

Sin embargo, la gente es hermosamente amable.

Aunque se trata de un paradero turístico que pasa todo el año en medio del vaivén de turistas, los sanandresanos (a diferencia de lo que uno vive en Cartagena, por ejemplo), ofrecen sus productos o servicios con mesura, sin la insistencia rayante en el acoso que se da en sitios parecidos.

Si usted no compra, pero necesita preguntarle alguna dirección o en qué restaurante se come el mejor ceviche o la comida más típica, se toman su tiempo y ofrecen varias opciones, con las direcciones, curiosamente, muy parecidas a nuestras famosas direcciones “a la tica”.

“Las mejores arepas con huevo y carimañola las venden en La Cordobesa, sigan directo dos cuadras y media, luego doblan a la derecha, se van a topar el edificio de la Policía, de aquí se ve, justo al ladito está el local”, nos dice un lugareño cualquiera. Pero eso ya fue el viernes (viajamos martes en la noche/madrugada).

Antes de comprobar que las mejores arepas colombianas posiblemente se encuentran en aquel modesto puesto que visitamos en nuestro último día en la (hoy) isla de mis amores, habíamos pasado tres días… iba a decir que de ensueño, pero en realidad, lo cautivante de San Andrés es que exista, a tan poca distancia de Costa Rica, un lugar tan absolutamente diferente si la comparación la hacemos hoy, pero totalmente evocativo si nos devolvemos 30 o 40 años: es como remontarse en el tiempo y a Limón, Puntarenas y hasta el San José de aquella época.

Aquí nadie corre

Uno a veces no está consciente de la urgencia de un desconecte, hasta que los sentidos fluyen sin ninguna preocupación, viviendo el hoy, viviendo el momento. Mientras avanzábamos hacia el centro, en esa nuestra primera mañana en la isla, fuimos descubriendo, mientras llegábamos al malecón, las casas (algunas posiblemente centenarias) con la inconfundible arquitectura predominante en el Caribe.

Pero, principalmente, los contrastes. En San Andrés parecen convivir en armonía los hoteles de lujo con las casuchas y los pequeños y destartalados negocios que parecen sacados de una película vieja en Tijuana o en el Viejo Oeste, en los que rótulos a mano anuncian desde afilado de cuchillos hasta venta de candelas.

Pero en carretera es donde el estupor se dispara. Si ya el estado de la flotilla de vehículos nos tira a la Costa Rica de antaño, provoca más perplejidad ver cómo las motos, en su mayoría, las scooter, son tripuladas por gente de todas las edades, a menudo familias enteras viajan en una moto, y prácticamente nadie usa casco.

Pero, como en San Andrés nadie corre, la legión de centenares de motos parecen un ordenado hormiguero con sus propios códigos: en moto se transportan no solo familias enteras, sino también toda clase de carga. Claro, la que aguante la moto.

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A lo que vinimos

Costa Rica es el paraíso de las playas y quizá por eso, aunque San Andrés tenga otro feeling y el color de sus aguas sea un sello único, las maravillosas playas no nos impresionan tanto (a los ticos), como sí lo hace la enorme diferencia entre ambas sociedades.

El acelere en el que vivimos en el país (posiblemente el mismo que se vive en la mayor parte del mundo “civilizado”) simplemente no existe en San Andrés. Para bien y para mal, pero más para bien, que para mal.

Inquietante, casi perturbador, comprobar lo barata, ridículamente barata que puede resultar la vida (o al menos los días de un turista) en San Andrés, sobre todo si se compara con Costa Rica, que posiblemente es uno de los destinos más caros del planeta.

Un corrientazo (así se le llama a lo que nosotros conocemos como “casado”), cuesta 15 mil pesos... menos de $2.

Nota al margen: ¿se acuerdan de la sodita en la que almorzaban las del Cuartel de las Feas en la icónica novela Betty la fea? Sí ¡El corrientazo!).

Hay Internet pero bastante lerdo, incluso en el punto central del malecón/ciudad, donde existe wifi gratis pero la gran cantidad de locales y turistas saturan la red por ratos. Ergo, nos obligamos a desconectarnos, de manera que el dificultoso acceso a Internet terminó siendo como un tiquete forzado al paraíso.

Me sorprendí usando la misma salida de playa casi todos los días –a pesar de que llevaba seis–, de olvidarme de las vanidades –excepto por el encrespador y el labial (tampoco la violencia), me olvidé un poco (mucho) de mí misma y me dediqué a conversar con la gente.

Conversar con la gente.

Entonces se desparramaron no sé cuántas historias. Con conclusiones sorprendentes.

Por ejemplo, la gran mayoría de sanandresanos no conocen Colombia, su país. De hecho, no conocen ningún otro país, ni Nicaragua, que es su punto más cercano.

Pero este hecho no parece desvelarlos.

Es un poco indescifrable su sentir. Quizá ser uno de los epicentros turísticos de este lado del mundo desde hace décadas haya propiciado que los sanandresanos no se salgan de sus costas porque ellos no van hacia el mundo: el mundo viene hacia ellos.

El turismo es su veta principal e impresiona cómo reconocen los acentos con una sola frase. En casi todas partes a los ticos nos confunden con los hermanos colombianos porque dizque hablamos parecido, pero en San Andrés no hay tu tía.

– “¿De dónde son?”, me pregunta Mabe, una exótica veinteañera que atiende un negocio familiar en el sector del famoso “hoyo soplador”, un sitio del extremo sur de la isla donde se produce un fenómeno natural, un chorro de aire y agua muy fuerte que brota de un agujero, a algunos metros del mar, y que se debe a las olas que chocan contra los túneles subterráneos en los arrecifes.

De vuelta a Mabe, no le había terminado de decir cuando hizo un pequeño rap, con el rostro iluminado al escuchar Costa Rica y nos dijo “¡Costa Rica, pura vida!”.

Esta reacción se repite a lo largo y ancho del planeta, pero viniendo de los sanandresanos, que parecen curtidos en la capacidad de asombro porque conviven desde hace décadas con miles de turistas de todas partes del orbe, pues triple puntaje.

Si bien el territorio es pequeño, el centro de la ciudad corre a lo largo del extenso malecón, pero las cuadras asimétricas y los muchos negocios de todo tipo apostados junto a iglesias y varios parques, dan la impresión de que el centro de San Andrés es bastante grande.

Ya a los tres días, cuando se ha caminado lo suficiente, es fácil irse ubicando y por momentos, uno se siente sanandresano. Por el lugar y por su gente.

Y es que todo parece tan sencillo.

En las oficinas hay rótulos que rezan: “No corra. Camine”.

Sorprendente también es que muchos negocios como supermercados y tiendas cierran a las 12 mediodía y vuelven a abrir a las 3 p. m., hasta las 7 de la noche. Cero hora pico al mediodía.

Delincuencia, prácticamente no hay. No recibimos ni una sola advertencia sobre andar pendientes de las pertenencias y esa parte también fue totalmente liberadora.

“Pues sí hay, como en todas partes, a veces se da uno que otro caso de robos o así pero la isla es muy pequeña y casi todos nos conocemos, además no tienen dónde esconderse, para donde huyan van a toparse con el mar”, cuenta un taxista con cierto dejo de orgullo.

Otro que nos llevó tarde en la noche al hotel, fue un poco más crítico.

“Sí hay gente que hace daño pero es que no tocan ni el piso. De la gobernación los pasan en cosa de dos días para Continente (se refiere a Bogotá), y ya ahí imagínense, la ven fea”.

La parte del molote de motos sigue siendo un tema para mí: no sé si me asombra, me asusta o me gusta.

Le comento al conductor de aquella noche que me da la impresión de que no hay accidentes, que todo el mundo se maneja a la perfección en aquella especie de caos.

– “¡¿Quéee?! Claro que hay muchos accidentes, muchos muertos, hace años se intentó regular un poco lo de los cascos pero hubo una protesta y no se logró. Se mata demasiada gente, de todas las edades, tanto así que hubo que agrandar el cementerio porque ya no cabían los muertos”.

El taxista agrega que la situación se ha vuelto tan grave, que existe una iniciativa que propicia que los jóvenes se vayan a estudiar especialidades para que regresen a trabajar a la isla, pues los accidentes están diezmando la población de todas las edades y de todos los oficios.

Pero emigrar de San Andrés no parece ser un sueño común entre los muchachos.

Mabe, una de mis nuevas amigas sanandresanas, tiene 20 años, trabaja en un negocio familiar que vende todo tipo de cocteles a la vera del malecón y dice que no siente ni interés ni intención de irse de la isla.

“Me gustaría tener un negocio propio en adelante, estoy llevando cursos de administración... sí me gustaría salir, subirme un avión y conocer otro lugar, pero irme de aquí no creo. Eso no es un tema que toquemos entre los amigos de mi edad, nos gusta vivir aquí”, dijo la extrovertida y exuberante morena.

Por ratos, San Andrés inspira pensamientos ilógicos: ¿cómo sería trasladar la vida allá? Desacelerar para siempre, ponerse un negocito, vivir con poco, andar en sandalias, caminar descalza por la arena y ponerse la misma salida de playa las veces que sea... porque a nadie parece importarle.

Pero la patria es la patria y bueno, felices y agradecidos, cruzamos de regreso a casa la noche/madrugada de sábado.

Allá dejamos la isla caribeña de aguas azul marinas, el remanso perfecto para el alma, el paseo a pagos de los ticos de los 80.

El destino turístico está por reinventarse en la modalidad de chárter (Viajes Colón la habilitará en diciembre y enero próximos). Por supuesto, también existen los vuelos regulares, con escala, en todas las agencias de viajes, por aquello de quienes no quieran esperarse.

De momento, mis compañeros de viaje y yo pudimos ir en comité de avanzada y resolver la pregunta que nos hicimos durante nuestro último paseo a Manuel Antonio: “Uyyy San Andrés, ¿qué pasaría con San Andrés?”