No se le ocurra decirle a Rosmeri que vive en un pueblo fantasma. Puede que pierda su buen humor.
“Es que mucha gente dice que yo vivo en un pueblo fantasma. Nooo, cómo van a decir eso, si yo estoy aquí y estoy viva”, comenta algo fastidiada.
“Es un pecado que digan eso, qué va a pensar la gente. Un día un señor vino aquí y comentó eso; me dieron ganas de salirle con una sabana blanca p’asustalo”, agrega con tono divertido.
Rosmeri Serrano es la única habitante de La Central, pueblo en la faldas del volcán Turrialba que hace unos ocho años fue desalojado por recomendación de la Comisión Nacional de Emergencias (CNE). Allí vivían unas 45 familias y ahora solo ella respira por esos lares.
Cuando el volcán Turrialba se puso arisco, las casas comenzaron a quedar solas y en el barrio los abrazos de despedida comenzaron a multiplicarse; Rosmeri comenzó a entristecerse. Se llenó de miedo, las dudas comenzaron a asaltarla y en un arrebato casi toma la decisión de irse.
Lo pensó pero no, al final Rosmeri se plantó y dijo: “no me voy”.
“Me buscaron los del CNE para que me fuera y me amenazaron varias veces. Que me daban casa de alquiler y alimento para mis animales, pero yo no quise", recuerda.
“Yo les dije que si querían que me fuera, no solo me tenían que dar el alquiler de un año, sino darme trabajo garantizado o pagarme el equivalente a eso. Al rato dejaron de molestar y nunca más regresaron", añade Rosmeri, una mujer con una sonrisa fácil, pacífico semblante y lenguaje sencillo.
No es capricho. Rosmeri vive desde los tres años edad en la zona de La Central, ha visto morir allí a varios de sus seres queridos y considera al volcán Turrialba su amigo confidente.
“Yo le hablo al volcán, tenemos una relación muy bonita. Entonces cómo me iba a ir y yo y dejarlo solito. Él me cuida a mí y yo lo cuido a él", exclama con sentimiento.
“Es que vea, él empezó muy bravo y yo tenía mucho miedo por estar sola aquí. Levantaba piedras altísimo el volcán y yo en mi inocencia pensaba que eran pájaros, fijate. Entonces yo me paraba ahí afuera y le decía: –vea, estamos tú y yo, solos, si usted se va, yo me voy, si a usted le pasa algo, me pasa a mí también–, entonces así él se iba calmando. Así fue creciendo la amistad, si yo me ponía triste me ponía a hablar con él y así poco a poco todo se fue dando", agrega.
Es tan íntima su relación con el volcán, que Rosmeri asegura conocer todas las cosas que ponen del mal genio al Turrialba: “por ejemplo no le gusta que lo visiten, ni tampoco le gusta cuando llueve. Cuando pasa eso comienza a oler como a huevo y a portarse mal”, agrega sonriente.
Como si fuese una novela de fantasía, Rosmeri y el volcán se mimetizan en el paisaje desolado. Su conexión espiritual –que algunos podrían calificar de locura–, es el fruto de una convivencia de más de cinco décadas en las que ambos personajes han compartido el mismo suelo. No cabe duda de que han sido tiempos turbulentos para los dos. Si el coloso ruge atormentado, Rosmeri llora, pero si el coloso se tranquiliza, Rosmeri respira aliviada. ¡Han vivido tantas cosas juntos!.
Quizá por eso, mientras pica la leña y prende el fuego de un viejo fogón, la mujer explota en ganas de compartir sus singulares andanzas. Todo lo que le ha contado a su “amigo”, en la más profunda soledad, se lo cuenta a Revista Dominical en un arrebato de sinceridad plena. Relatos de dolor y alegría, muerte y esperanza, son parte de su sentido repertorio.
Golpes de la vida
¿Qué hace que una persona se apegue tanto a la tierra que la vio crecer? ¿Qué hace que insista en vivir ahí a pesar de los peligros que la acechan?
No solo se trata de “abandonar a su amigo”, o el miedo de que, a sus 54 años, nadie le dé trabajo en el mundo de “allá fuera”. Reminiscencias del pasado hacen que Rosmeri no pueda cortar el ombligo y se una a La Central con una pasión extrema.
“Todos estos lugares me recuerdan a mi papito, yo era muy apegada a él, por eso no hallo yo como dejarlos”, confiesa Rosmeri, quien actualmente es la cocinera y la dependiente del Café Danza con nubes, negocio que en La Central sirve a los turistas que se animan a explorar las faldas del coloso. Los propietarios no residen en el poblado.
En cambio, ella no solo trabaja, sino que vive en el negocio. En un pequeño cuarto, añadido al local de madera y color amarillo, Rosmeri vive custodiada por una Biblia, una cama y su sencilla ropa.
Es todo lo que necesita, según ella, para vencer la soledad.
“Cuando me pongo triste, o a recordar cosas, leo los Salmos y ya se me quita", añade.
Rosmeri, quien es viuda y madre de cuatro hijos, dejó de la escuela cuando cursaba el cuarto grado. Los duros trabajos del campo y las crisis alcohólicas de su papá pudieron incidir en ello.
“No me alcanzaba el tiempo para estudiar. Fue una infancia muy dura, pues nosotros éramos 19 hermanos. Desde los siete años yo ya ordeñaba y como a los 10 años ya tenía que ver por la casa cuando mi papá no aparecía, por la tomadera que le agarraba. Allá había que irlo a juntar cuando quedaba acostado, fue muy duro, pero yo lo amaba a él, mi papito”, recuerda con el semblante de una dulce niña.
Todas las veredas, todos los caminos, todos los trechos que circundan al Turrialba, son los dominios de una señora a quien le encanta ver tele, aunque no tiene, y se muere por los helados, aunque nadie en las cercanías vende. Solo los desea, con la esperanza de que alguna esporádica visita le ayude a quitarse el antojo.
–"Supongo que sus hijos le traen cositas de vez en cuando"– le comento.
La respuesta, sorprendentemente, es “no”.
Rosmeri dice que sus hijos, ya casados, casi nunca la visitan y que eso le causa cierto dolor.
“Tengo una hija que me llama como una vez al año (tiene un modesto celular) y bueno, no lo resiento, pero en esos momentos cuando estaba sola y el volcán bravo, di ‘naide’ (nadie) se preocupó por mí. No preguntaban si yo estaba bien o estaba mal. Me duele un poco el corazón”, expresa apesumbrada.
“Menos vas a ver un ramo de flores para el Día de la Madre ni tampoco para saludar en Navidad. Pero bueno, a pesar de que me quede sola en ese sentido, también he ido haciendo amigos con el tiempo, gente que se preocupa por mí”, detalla.
Las penas de doña Rosmeri se acrecientan al hablar de sus hijos menores. Cuando su marido murió hace 13 años, víctima de un cuadro de pulmonía y estrés, la compinche del volcán Turrialba tuvo que arreglárselas para sacarlos adelante.
“Mis chiquitos tenían como cuatro y ocho años cuando eso. Lo que hacía yo era levantarme como a las 2 a.m., a ordeñar. Al más chiquitillo lo acostaba en la canoa de las vacas y ahí cerquita me ponía a sacar leche”, rememora con orgullo.
Pero muy cerquita de las vacas, la lechería y las frías madrugadas, una prueba aún más dura que las anteriores estaría a punto de estrellarse con ella. La muerte de su tercer hijo, a los 12 años, aún duele.
“Murió de un paro cardiorespiratorio. Christopher usualmente se ponía muy moradito y ya los doctores le habían dicho que no era nada de peligro. Pero resulta que un día se fue a ordeñar conmigo y me dice: –mami vos sabes una cosa, que Dios me llama–. Y yo le dije que no fuera tan payaso. Luego me dijo que fuera al cuarto de él a sacar una paloma, lo raro es que no había ninguna paloma", narró Rosmeri.
Esa misma noche, Christopher decidió no dormir con su mamá, como usualmente lo hacía. Se acostó en una cama aparte y le pidió a doña Rosmeri que lo chineara un ratito.
“Estuve con él un rato y cuando me levanté para devolverme a la otra cama me dijo: –Mami sabes una cosa, te quiero mucho–. Luego tuve un sueño muy pesado con unas motos ruidosas y yo quería levantarme, cuando lo hice escuché como un suspiro muy fuerte, como una exhalación, pero seguí durmiendo”, detalló.
Cuando faltaban 20 minutos para las 2 a. m., doña Rosmeri fue a buscar a su hijo a la cama. Lo tocó y ya Christopher no respiraba.
“Fue algo muy extraño. En ese momento no lloré ni nada. Simplemente lo agarré y le dije a Dios, ‘es tuyo’ y lo besé”, recordó doña Rosmeri sin poder contener las lágrimas.
“Lo peor de todo es que lo tuve que dejar solo, porque tenía que ir a ordeñar. Dejé su cuerpecito con mi hijo menor y apenas por ratitos le venía a dar vueltas. Así fue hasta como a las 5 a.m. que llegó la ambulancia y me dijo lo que ya sabía yo, que no había nada que hacer. Fue muy duro porque diay, ellos eran los últimos dos que me quedaban”, finalizó.
Toda esa amargura la experimentó Rosmeri con su amigo el Turrialba como testigo.
Miedo al volcán no, a la gente sí
En su pequeño y oscuro cuarto, usualmente Rosmeri duerme muy tranquila. Sin embargo, no es la primera vez que algo interrumpe abruptamente su sueño y la sobrecoge en medio de la silenciosa madrugada.
Ruidos de motocicletas, a la 1 a. m., le hacen pensar que algo malo pasa afuera. El pueblo está abandonado, por lo que no entiende la razón por la existan personas rondando la zona.
Para colmo de males ella está sola y si le llegara a pasar algo ¿cómo podría defenderse?. En los alrededores de La Central, en los últimos años, delincuentes han destazado ganado y robado reses. Ella misma fue víctima de un robo, donde según dice, vio de cerca la muerte.
“Eran como las 12 de la noche y abrí la puerta. De pronto me voy topando con un hombre todo vestido de negro con un casco en la mano y un puñal. Yo comencé a temblar horrible pero a como pude me logré escapar de la casa y me salvé”, narró Rosmeri.
Por esas cosas es que Rosmeri no entiende el por qué la gente le tiene miedo al volcán. A La Central, según ella, el sacerdote no sube porque le aterra el coloso.
“Es que el volcán no hace nada, no le tengan miedo. A la gente es que yo le tengo miedo, esa es la que hace daño", asegura.
Incluso ahora, cuando la policía ya no bloquea el paso hacia La Central, el patrón llega más seguido al café y los turistas comienzan a darle un poquito más de vida al lugar, Rosmeri no se siente del todo tranquila.
“La gente diría que uno está más acompañada, pero no, es raro, me comienzan a dar como desconfianza los que llegan. Como que uno se va a acostumbrando a estar sola y uno no sabe con las intenciones que vienen algunos, expresa.
Ante los posibles invasores, el único escudo que dice tener Rosmeri es su “Diosito”, a quien se aferra con una fe envidiable. No puede ir a la iglesia a rezar, porque la capilla de La Central está en completa ruina, pero con diligencia espiritual hace el esfuerzo diario para mantenerse en comunicación “con el de arriba”.
“Es raro, al principio cuando no entraba nadie pero nadie por aquí, y esto sí que era un pueblo desolado, me daba miedo y tristeza. Ahora me da un poco de temor que pase lo contrario, que la gente pueda entrar. Pero bueno, yo creo que por algo Dios me tiene aquí, por algún propósito que no sé cual es. Él me cuida y me envía ángeles protectores. Algo bueno tiene para mí, lo se, aunque a veces me sienta triste”, expresó Rosmeri.
“Yo le digo a Dios que me haga una roca, pues yo no quiero ser polvo. Sino que me haga una roca para soportarlo todo”, agrega sonriendo.
Mirando al futuro
Una vida entera de picar leña para el fogón, usar la cierra para cortar las tucas y hasta inseminar el ganado cuando ha sido necesario, le está pasando la factura a doña Rosmeri. Sufre un desgaste en la columna y también en los codos.
“Eso me ha paralizado. Hubo un día en que no me pude levantar de la cama porque me dolía mucho. Eso me preocupa, pues yo tengo que velar por mí misma y me pongo a pensar qué es lo que me espera en el futuro. A veces pienso que me tengo que ir de aquí, que tengo que cambiar mi mentalidad, pero solo lo pienso, pues al final me termino quedando porque me siento más segura acá”, confiesa.
Para Rosmeri, lo único seguro son los ¢35.000 por semana que gana como dependiente del café Danza con nubes y los trabajitos adicionales que eso le implica. Y aunque parece poco, el salario emocional termina pagando todo lo que hace falta.
Debe ser motivante sentir que su presencia allí es clave, pues Rosmeri es como un alma que se niega a abandonar el cuerpo. Si La Central no ha muerto del todo, literalmente es por ella.
Si no estuviera Rosmeri, ¿dónde se tomarían el chocolatito caliente los exhaustos caminantes? ¿quién les haría el almuercito? ¿quién le cuidaría la finca y el negocio al patrón? ¿quién narraría las viejas historias del pueblo? y, todavía más importante, ¿quién calmaría los constantes disgustos del volcán?.
Hasta de informante ha servido la avispada Rosmeri. Dice que cuando el paso a La Central ha estado cerrado y ni los guardaparques suben, ella ha sido la encargada de dar todos los partes correspondientes a las autoridades.
“Cómo cree usted que se entera la gente de lo que pasa con el volcán. Esa soy yo que me levanto, me fijo para arriba y les informo a todos como está el volcán, les digo cómo amaneció ese día. Por eso es que se dan cuenta, lo que pasa es que la gente no sabe que soy yo”, cuenta orgullosa.
Por si fuera poco, en el último año Rosmeri ha tenido una razón más para sonreír y no caerse. La escuelita unidocente de La Central ha entrado en funcionamiento, lo que deja pasar una pequeña luz de esperanza. El centro educativo tiene cinco alumnos, y aunque no son niños del pueblo, sus risas y ganas de aprender inyectan un torrente de energía al desolado lugar.
Pero la verdad es que da igual, haya escuela o no, Rosmeri no se moverá de La Central. Al lado de su compinche, el volcán, la mujer de pacífico semblante seguirá soñando, riendo y llorando como una niña en sus amplias y maltratadas faldas.
“No se olviden de mí”, exclama Rosmeri con dulzura. Solo eso se atreve a pedir.
Debe saber que el Turrialba no es celoso, por lo que buenos y nuevos amigos siempre serán bienvenidos en sus solitarias tierras. Y si le traen un helado, pues mejor.