Relojería Julio Fernández: Un siglo al compás del péndulo y el cucú

Un oficio heredado por generaciones –que llegó a la familia Fernández por legítima inspiración divina– es hoy la salvación de los relojes “de antes”, incluido el centenario guardíán del tiempo de la estación de trenes al Pacífico

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Durante décadas su puntualidad fue vital para el transporte público de Costa Rica. El compás de su péndulo de bronce marcaba el tiempo exacto en el cual los trenes de la estación del ferrocarril al Pacífico debían de salir. Posiblemente miles de costarricenses vieron su carátula a diario para saber la hora, pero también posiblemente nadie sabía que aquel viejo reloj perdía poco a poco su cadencia.

Su madera fue cediendo ante el inclemente comején, sus piezas de bronce se opacaron hasta perder su brillo, la máquina se detuvo y con ella el movimiento armónico del péndulo. No se sabe exactamente cuándo dejó de funcionar, pero cuando ya pesaban 114 años sobre él, el Instituto Costarricense de Ferrocarriles (Incofer) cerró y el centenario reloj de la marca Seth Thomas pasó al olvido.

Ahora, con los trenes funcionando y otros mecanismos para marcar los tiempos, el antes imponente reloj ocupó un plano secundario. Paciente esperó a que alguien volviera a verlo, que quisiera que funcionara de nuevo, que se preocuparan por él. ¿Quién podría restaurar y reparar una máquina de 137 años de vida? Pues unos expertos que también tienen una centenaria historia en nuestro país, la Relojería Julio Fernández.

Así lo hicieron, a finales del 2018 las manos expertas de dos relojeros, un ebanista y Flora Fernández, la heredera y líder de la relojería, pusieron en marcha la empresa de rescatar al Seth Thomas. Esta es la historia del reloj del ferrocarril y la pasión de la familia Fernández por la relojería.

Arte manual

Cada 30 minutos, sin falta, el canto del pájaro cuclillo invade un pequeño local ubicado en el puro centro de San José. El cucú compite con los pitos de los carros, con el extraño sonido del “pajarillo” del semáforo, con los gritos de los vendedores y con el apresurado paso de los transeúntes.

Hermosos en sus detalles, imponentes en sus diseños y delicados en su fabricación, decenas de relojes cucú y de péndulo, marcan los segundos alejados del ajetreo del corazón de la capital en un espacio que alberga la historia de la Relojería Julio Fernández, fundada en 1905.

Don Julio Fernández construyó las bases de esta profesión que ha pasado no solo por las tres generaciones de su familia, sino que también heredó a ajenos el conocimiento de este oficio que se extendió por todo el país; gracias a él se formaron muchos de los relojeros que ofrecen su arte en Costa Rica. Son justamente los modelos alemanes del cucú y los elegantes relojes de péndulo los que más se atienden en la Julio Fernández, pero gracias a su historia y a sus 114 años de experiencia es que esta relojería josefina fue la encargada de la restauración de tres importantes relojes de la estación del ferrocarril al Pacífico.

Por las manos de los profesionales de la Julio Fernández pasaron los relojes del vestíbulo, departamento de operaciones y Presidencia Ejecutiva de la estación. El que mayor trabajo de renovación necesitó fue el del vestíbulo, ya que se trataba de una máquina construida el 25 de mayo de 1881 por la empresa estadounidense Seth Thomas Clock Company.

Ser los encargados de estos trabajos significó la vuelta a las raíces de la Relojería Julio Fernández, afirmó Flora Fernández, nieta de don Julio y encargada de seguir con la tradición familiar. “Cuando en el año 1995 se cerró el Instituto Costarricense de Ferrocarriles (Incofer) se detuvo el trabajo en conjunto que mi abuelo y mi papá habían hecho de la mano del transporte en tren en Costa Rica. El primer gran cliente de mi abuelo fue la Northern Railway Company, siguió mi padre (Julio Fernández, hijo) con ese trabajo hasta que falleció en 1993. Dos años después cerraron Incofer y cuando yo asumí la relojería sufría por lo que iba a pasar con esos relojes de las estaciones”, recordó Flora.

“Cuando estaba Miguel Carabaguías al mando del Incofer le comenté de mi inquietud por los relojes, pero con mucha razón me dijo que estaba enfocado en echar a andar el tren y en arreglar los ‘fierros torcidos’”, agregó la relojera.

El tiempo, como en los buenos relojes, siguió su curso. Fue a finales del 2018 cuando a Flora la contactaron para darle la noticia que había estado esperando por muchos años: le preguntaron si ellos en la relojería podrían encargarse de la restauración de estas hermosas máquinas. “¿Quién más hubiera podido hacerlo?”, reflexionó Fernández y parece que tenía toda la razón.

Las manos para emprender esta labor tenían que ser especialistas y así fue como el trabajo comenzó. Tres personas lideraron el proyecto: Flora, el relojero Enrique Barboza y el ebanista Orlando Monge, también fueron apoyados por Manuel Mondul, el otro relojero de la Julio Fernández.

En el Seth Thomas, se encontraron capas y capas de barniz sobre polvo, la carátula estaba opaca, la caja de madera tenía desgastes y piezas que se habían perdido. Todo un reto para los artistas.

“El reloj había sido modificado por piezas de soldadura que no eran originales, hubo arreglos hechos por personas que tal vez no sabían lo que hacían. Se eliminó todo eso, se limpió y afinó la máquina, además de que hubo que hacer algunas piezas lo más parecidas a las originales porque ya no tenían arreglo”, explicó Barboza, quien comenzó trabajando en la Relojería Julio Fernández como misceláneo y de la mano de esta familia fue aprendiendo el oficio.

Flora fue la encargada de la restauración de las piezas como la carátula y el péndulo, para ello primero debió echar mano de su paciencia y hasta de químicos que trajeron de Alemania y Suiza. En el caso de la caja de madera fue Monge, artista aserriceño, el responsable de darle una cara renovada.

“Ese reloj es tan viejo que no se sabe cuántas personas le hicieron algo, la caja no valía nada tenía hasta metidos clavos de cuatro pulgadas que lo que hicieron fue quebrar la madera. Me siento muy orgulloso de que me tomaran en cuenta para este trabajo que se logró con ayuda de Dios que es el arquitecto que me da sabiduría”, dijo el ebanista con más de 30 años de experiencia y que ahora se encuentra pensionado, pero de vez en cuando atiende al llamado de la Relojería Julio Fernández porque son sus viejos clientes.

En su vida, el Seth Thomas de la estación al Pacífico sufrió los embates del tiempo, de los años; pero hubo alguien que llegó para darle una nueva vida con intervenciones de maderas como el cedro amargo, cenízaro y pochote; además de arreglos de la máquina y la restauración de las partes de bronce.

Hubo que tallar pequeñas piezas en madera porque se habían desaparecido. Orlando lo hizo a mano, sin moldes, pero con toda su experiencia logró formarlas. Se lijó, se le eliminó el exceso de polvo y de barniz que con los años habían ocultado la belleza del color café caramelo que luce ahora el Seth Thomas.

El sueño de Flora de ver en funcionamiento a este abuelito de la relojería en nuestro país se cumplió. Para ella y su equipo de trabajo el reloj se encuentra todavía en etapa de garantía y seguirán al pie de la centenaria máquina hasta que se aseguren de que no necesita más que una que otra visita de vez en cuando para darle cuerda o mantenimiento.

Se buscó que algún funcionario del Incofer diera sus impresiones sobre el trabajo de la Relojería Julio Fernández y el estado actual de los relojes intervenidos, pero por teléfono indicaron que todavía no se podían referir al tema por asuntos internos; se hizo también una solicitud por correo electrónico, pero no hubo respuesta.

Un amor a primera vista

Don Julio Fernández era hijo de campesinos. En su familia, como era costumbre a finales de los años 1800, se dedicaba un hijo a Dios y otro a la patria. Ya un hermano de don Julio era sacerdote, así que a él le tocó seguir el camino de servir a Costa Rica por decisión de sus padres, aunque él quería ser sacerdote.

“Mi abuelo vino a San José a estudiar en la escuela de policía para ser militar pero descubrió que aborrecía la guerra y que lo que él quería era ser cura", recordó Flora. Ante la negativa de su familia, el joven Julio fue a la recién construida Iglesia de la Soledad para pedirle a la Virgen de Los Ángeles una dirección sobre qué hacer con su vida.

“Saliendo de la iglesia se encontró un folletito en el suelo, era sobre cómo arreglar relojes suizos. Se fue a la casa de los parientes con los que vivía y se puso a buscar todos los relojes que había para ver si los podía arreglar”, narró la nieta.

Resulta que Julio tenía habilidad. Pudo hacer unos cuantos arreglos y ajustes de manera rústica, pero llegó un momento en el cual no podía avanzar más. Decidió entonces enviar una carta a la fábrica de relojes en Suiza para pedir ayuda con materiales y herramientas para las reparaciones. “Sorpresivamente recibió una carta de vuelta, también le enviaron herramientas y cosas para que trabajara los relojes, además le pidieron que si podía ser el representante de su marca en Costa Rica”, así empezó la Relojería Julio Fernández.

Don Julio, visionario en aquel momento, le avisó a su familia que no volvería a la finca y con toda propiedad les dijo que él era un relojero. La primera relojería se ubicó en la casa del político militar Víctor Guardia Gutiérrez (que don Julio alquilaba), en el Paseo de los Estudiantes, en San José. Luego la sede fue en las cercanías del hotel Presidente, más al centro del cantón; para ese tiempo ya los hijos de don Julio, Francisco y Julio, habían aprendido el oficio y montaron sus propias relojerías.

El primero se fue a trabajar al Caribe, también apoyando a la Northern Railway Company, el segundo se quedó instalado en San José y heredó la histórica relojería de su padre cuando este falleció en 1950.

“En esa época un reloj era caro, una joya y se reparaba; ahora son baratos, no se arreglan y se botan, son máquinas que dan la hora y nada más”, reflexionó Flora, quien heredó de su papá Julio la pasión por el arte de la relojería y que asumió a partir de 1993 las riendas del negocio familiar.

Ahora, ella con su equipo de trabajo en el que la apoyan los relojeros Enrique y Manuel -que se encargan de modelos grandes y pequeños, respectivamente- son los encargados de darles vida a los relojes cucú, a los de péndulo y a los de pulsera que les llegan día a día a la relojería para recibir un trabajo meticuloso, detallado y minúsculo.

“¿Cambiar baterías? Eso no es de un relojero. Un verdadero relojero es el que trabaja en los mecánicos y en los de cuerda porque se necesita habilidad y conocimiento para reparar las diminutas máquinas que los hacen funcionar”, explicó Mondul mientras sostenía un complejo mecanismo del tamaño de una moneda de 50, una lupa en su ojo y finas pinzas en sus manos. Él, justamente, es el reflejo de la herencia de los Fernández porque aprendió su trabajo en esta relojería cuando comenzó a laborar con ellos en 1973.

“El desarrollo de la relojería va de la mano del transporte y la navegación. Hablamos de minutos, pero cuando el hombre va a la Luna hablamos de nanosegundos y si no llegan a la hora correcta la Luna se mueve y quedan perdidos en el espacio; si un tren se atrasa un minuto puede chocar con el siguiente”, dijo Fernández.

Reloj atómico o nuclear... en la Relojería Julio Fernández siguen al pie del cucú y del péndulo, de las cuerdas y las pesas. “Lo único que no arreglamos son el de arena y el de sol”, finalizó Flora.