Pasaportes de emergencia: los niños polacos que encontraron refugio en Costa Rica

Doña Ethel, don David y doña Vilma recuerdan las historias de migración que significaron la primera oleada de judíos en Costa Rica. De la mano de sus padres cruzaron el Atlántico para escapar del exterminio nazi e hicieron de esta su patria.

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Don David Weisleder tiene una memoria privilegiada. Recuerda sin dudas que el 4 de agosto de 1937, a las seis de la tarde, conoció Costa Rica.

Han pasado noventa años desde que sus piernas –en ese momento pequeñas; ahora con marcas de una vida– se deslizaron de la rampa del vapor que lo transportó desde el otro lado del Atlántico.

Don David veía en el infinito océano un tablero de posibilidades crecientes; con cada milla que atravesaba sabía que había un más allá de las historias de guerra y paladines secretos que transformaron su natal Polonia. El holocausto que tanto fantaseaba Hitler se concretaba con un fuego cada vez más rápido, así que el mar que veía desde el barco migrante era más que una metáfora del opuesto de las cenizas que comenzaban a pavimentar a su pueblo Żelechów.

Para los años treinta, había pocos judíos en Costa Rica. La primera oleada de migrantes judíos se vio marcada por los polacos que huían, como don David, con una familia que por poco se salvaba del exterminio.

En el territorio costarricense ya existía presencia de su linaje en la provincia de Cartago. Su tío Óscar llegó en el año 1930 ante el olor de la Segunda Guerra Mundial y con la intención de refugiarse en el sueño americano, antes pasando por Costa Rica.

“Tío Óscar entró con otros cuatro migrantes y con mi papá. Vino huyendo, solo pensando en Estados Unidos. Lo primero que hizo al llegar a Costa Rica fue visitar la embajada de Estados Unidos. No sé cómo hizo para llenar solicitudes porque toda esta gente venía con muy poca cultura, sin saber escribir, pero de alguna manera logró pedir entrada a Estados Unidos”, recuerda don David.

El camino de su tío para llegar al sueño americano se sabía complicado, así que cada dos meses volvía a visitar la embajada procurando un poco de suerte.

“Él se iba de Cartago, donde vivía, a San José para preguntar qué pasaba. La respuesta siempre era la misma: ‘tenga paciencia’. Fue insistentemente cada dos meses y tenía la misma respuesta”, rememora don David.

Pasaron los meses y nada. El tío Óscar se aburrió de ir a la embajada en estos lapsos y desistió.

Los diciembres se vinieron encima y, hasta el año 1935 apareció un telegrama que parecía cambiar la ruleta de su destino.

“Su solicitud ha sido aprobada. Por favor preséntese inmediatamente a la Embajada Estadounidense”, se leía en el texto enviado.

“Tío agarró la solicitud y vio que le llegó el mediodía de viernes. Si se iba de una a San José tenía que buscar dónde dormir porque regresar a Cartago no era fácil. Pero el mayor problema es que al día siguiente era Shabbat (ritual de descanso obligatorio semanal para los judíos) y no podría montarse en carro, así que no se animó y esperó a que llegara el lunes en la mañana para ir”, cuenta don David.

El lunes a las siete de la mañana, el tío Óscar estaba a la espera de que las puertas de la embajada se abrieran. Como su horario laboral comenzaba a las nueve, el tío debió esperar un par de horas acompañado por la brisa mañanera hasta concretar su cita con el cónsul.

No fue suficiente explicar los motivos religiosos de su ausencia para lograr su cometido así que su tiempo en la embajada fue mínimo. Se devolvió a Cartago meditabundo, con una frase en la mente.

Llegó a casa, encontró a su hermano en la sala de estar y no titubeó en decirle: “olvidémonos del traslado a Estados Unidos. Traigamos a la familia”.

El padre de don David no necesitó hacer muchas preguntas para entender la situación. Se apuraron para traer a la familia dos años después y, como dice don David, “si eso no hubiera sucedido no estaría aquí contando el cuento”.

La primera semana de julio de 1937, con el aliento del nazismo respirándole sobre la nuca, don David partió a Costa Rica con su madre y unos cuantos primos. Salieron de Varsovia a las cuatro de la mañana y al poco tiempo llegaron al puerto. Tres días después, estaban en París, donde debían cambiar la embarcación.

“Fue como un augurio porque llegamos a París, estuvimos tres días, pasamos a Le Havre y ahí encontramos el vapor que nos llevaría a América. Era un barco gigante, inmenso, de una compañía holandesa… Y lo mejor es que el vapor se llamaba Costa Rica”.

El barco era tan grande que el puerto francés no podía albergarlo. Con medidas emergentes, los migrantes debían tomar botes para llegar hasta la embarcación y así escalar unos mecates para alcanzar la cubierta.

“Vi esa escalera de mecates y me dio un miedo del carajo, tanto que un marinero me llevó abrazado. Me daba un miedo tremendo, hasta que me subió arriba y sentí que el aire cambiaba”.

Don David, junto a su madre, llegaron hasta Venezuela, después a Panamá y posteriormente a las Antillas. Poco más de un mes desde la partida de Polonia fue cuando Puerto Limón se reflejó en sus ojos, ese 4 de agosto de agosto inolvidable.

Ese día, don David conoció a su padre. “Fue una alegría enorme porque no lo había conocido. Mi papá era una fotografía que tenía al lado de mi cama en Polonia. En Limón era una persona en carne y hueso”.

La historia en la cabeza

Doña Ethel Goldberg, con su saquito negro sin arrugas y las venas de sus brazos abiertas al abrazo de quien pase por la puerta, se levanta de su silla de madera cuando escucha a un cliente llegar.

“Hola, sí. ¿Qué necesitan?”, pregunta.

La señora, de 93 años, pasa sus días en esta venta josefina llamada Mueblerama. Su pelo blanco esponjado, y su figura encogida y sonriente enmarca una bella postal en medio de las cafés paredes de madera y los rojizos muebles que la acompañan.

Sus más de ocho décadas viviendo en Costa Rica brotan en ella un español fluido, pero un acento entrecortado y rítmico delata su crianza polaca.

Ya hace más de 40 años que sus días se construyen entre esas cuatro largas paredes del centro capitalino. La propiedad, que heredó de su esposo –curiosamente un polaco sobreviviente al Holocausto que conoció en el Parque Central a mediados de los años cuarenta– es un símbolo inequívoco de su vida.

“Imagínese que cuando llegamos al país la primera palabra que aprendí en español fue ‘sofá’. ¿Puede creerlo?”, dice la señora.

A doña Ethel los 93 años parecieran escabullírsele entre los sillones que vende. Su físico envidiable –recorre la tienda de lado a lado con una rapidez infantil– y su memoria precisa hacen pensar que su cronómetro de años es menor al que dice tener.

Justamente en la capital fueron sus días de infancia. Llegó al país con siete años a vivir cerca de la escuela República de Argentina, donde en tan solo un par de meses aprendió el español escuchando a sus compañeras. A la escuela solía llevar su vestidito típico de Polonia y los valses tradicionales eran bálsamo en sus primeras noches costarricenses.

“Mi hermana y yo la pasábamos muy bien aquí. Mi mamá y mi papá sentían lo mismo. Nos vinimos en un barco que se llamaba Venezuela y mi mamá recordaba cómo le decían que nos fuéramos de allá porque se iba a poner fatal, y que aquí estaríamos mejor”.

El padre de doña Ethel había llegado un par de años antes que ella a Costa Rica. Él trabajaba en una empresa harinera y la falla de una máquina productora lo envío al país en busca de su solución.

Los rumores de pasillo sobre las fatalidades que se vendrían en su natal Żelechów lo detuvieron de regresar a Europa y más bien sirvieron como alarma para traer a su familia.

–¿Y le dolió dejar su país?

–No me acuerdo –responde súbitamente doña Ethel– porque cuando me vine aquí se me olvidó mi vida allá. La gente de aquí fue muy buena con nosotros, era tan linda.

Doña Ethel no recuerda dolor en su travesía marina que la llevó hasta tocar Puerto Limón. Rememora un grupo de uniformados que en cubierta les daban chocolates cuando ella y su hermana bailaban en el barco uniformadas con su vestidito tradicional, sin espacio para ninguna memoria amarga.

–Y por eso vine acá y no dejaba de usar ese traje tan precioso, tan lindo.

–¿Sentía mucho orgullo de ser polaca?

–Sentía orgullo de ser judía; de ser polaca no tanto porque ayudaron a los alemanes. Allá mataron a toda la familia, desde chiquititos a grandes. Algunos querían regresar a Polonia a salvar a su familia, pero no dio chance. Solo quedamos nosotros. Hitler mató a todos. ¿cómo puede ser una persona así?

–¿Usted estuvo consciente, siendo una niña, de todo lo que estaba pasando?

–Sí, ellos (su papá y mamá) me decían todo. Además todo salía en el periódico todos los días. Veía cómo se metían los alemanes… Pasábamos llorando días enteros. Saber que mi abuelita, mis primas, mis tías quedaron… todos allá muriendo. ¿Qué podíamos hacer? Teníamos que vivir la vida de nosotros, pero esto no se olvida. No se olvida jamás.

La memoria presente

Doña Vilma Faingezicht, la fundadora y directora del Museo de la Comunidad Judía de Costa Rica, no nació en Polonia, pero es como si llevara la migración en su hoja de vida.

Ella nació en Costa Rica tras la angustia que pasaron su padre y madre, después de sobrevivir la Segunda Guerra Mundial. Su supervivencia no ocurrió en campos de concentración, sino en escondites.

Así conoció la tradición judía que presencia hasta hoy. La memoria histórica de su cultura debía explotar de alguna forma hasta que encontró salida en la creación de este museo ubicado en el Centro Israelita Sionista, espacio que este domingo 24 de febrero cumple 13 años de vida.

Podría sonar como un número más, pero referenciando la tradición judía es como si este museo celebrara su propio Bar Mitzvah (ceremonia en la que los hombres alcanzan su madurez frente a la comunidad). Para la celebración, doña Vilma ha recreado una feria polaca en las instalaciones del espacio museológico, como un homenaje a todos sus migrantes.

La crianza de doña Vilma fue determinante para alcanzar la consagración de este museo. Ella creció entre dos vertientes: con la tradición polaca en las venas y con la cultura católica en la tierra.

Creció en la Alajuela de la década de 1950 con el alivio de que podía ir a la escuela sin recibir golpes de sus compañeros (temor que su padre y madre sentían con fuerza). En la casa tenía el judaísmo y después de la puerta el catolicismo.

“Las escuelas eran públicas y católicas. Yo iba y veía la virgen, las procesiones, mil cosas… Uno como niño crece con todo aquello y puede ser armonioso y bonito. Tener lo judío y lo católico enriquece tu vida, porque tenés un amigo que te enseña a rezar a su manera cuando uno también tiene su forma. Una cosa no te quita la otra y podés vivir con inocencia y armonía”, afirma doña Vilma.

Todo fue calma en Costa Rica porque doña Vilma y su familia sabía que su realidad fue una excepción; no una regla.

Su padre y madre eran del poblado de Żelechów, que quedó destrozado. En los años treinta, ambos huyeron hasta encontrar refugio en la casa de un médico de la ciudad polaca.

Tras años de vida clandestina, y con los enfrentamientos finalizados, su padre supo que tenía a dos hermanos viviendo en Costa Rica, así que, una vez que comenzaron los registros de supervivencia en la posguerra, envió decenas de cartas a su familia para buscar albergue en Centroamérica.

“Uno ni sabía cómo preguntarles cómo fue todo eso porque uno como niño no tiene las dimensiones de lo sucedido. Lo importante es que no ocultamos nuestra procedencia y en la escuela nos decían las polaquitas, porque se entendía a los judíos como polacos”, recuerda.

Con la paz apaciguando las piernas tambaleantes, la familia Faingezicht decidió quedarse en el país. La sopa de mondongo, el amor por el fútbol y una voluntaria política de brazos abiertos fueron una cama de tranquilidad para los “polaquitos”.

“Tampoco eran tiempos sencillos, porque no había plata, pero estaba la paz. Mi papá se vino de 23 años y le encantaba el fútbol. Parece que jugaba muy bien porque en un viaje que hice a Polonia fuimos a una farmacia y el chico de la farmacia recordaba haber jugado con mi papá. En Costa Rica, a mi papá le dedicaban los partidos de fútbol en Alajuela y él siempre regalaba bolas como agradecimiento. ¿Cómo hacía mi papá para comprar bolas y aún así darnos de comer? Era una entrega, como un agradecimiento por haber dejado que se refugiaran acá”.

Doña Vilma recuerda que, en esos momentos de mayor calidez, su padre siempre le recordaba que en algún momento le contaría todo lo que sucedió en Polonia.

Ya entrada en la adolescencia, doña Vilma conoció el relato de los escondites, del sudor frío, de la desesperanza de los guetos… Su madre le trazó los sitios donde se escondieron y, con todo en la cabeza, doña Vilma supo que debía contar la historia del Holocausto a su manera.

“Necesitaba escribir no solo por ellos sino por todas las víctimas. Escribí varios libros contando la vida de la niña judía, con historias de mis papás entre líneas. Sabía que había que hacer más y soñé con tener un museo de enseñanza. Así nació este museo, que va dirigido a un público no judío”, reflexiona.

Hoy, con miles de visitas, doña Vilma se mantiene enérgica. Piensa en su padre, en su madre, en doña Ethel, en don David y en decenas de nombres que no se deben perder en el viento.

En medio de su frenetismo, a veces toma momentos para pensar en sí misma pero, cuando eso ocurre, es que algo más grande se gesta entre sus manos.