Página negra: Gerda Taro, un relámpago en la guerra

Eufórica y atrevida la jovial fotoperiodista estuvo en la primera línea de combate para tomar las imágenes más impactantes de la guerra.

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Sin riesgo, no hay fotografía que valga. Los corresponsales de guerra viven cada segundo, porque al siguiente pueden estar muertos. Y los que caen dejan para el recuerdo las últimas imágenes captadas a través de la lente.

En medio del caos una pelirroja disparaba su cámara y captaba el terror y el espanto. Cuerpos destrozados, tropas en desbandada, prisioneros, carros y camiones ardiendo, explosiones y la muerte.

Le decían “la francesa” y tenía fama de temeraria; como lo demostró en la batalla de Brunete, un conjunto de operaciones militares desplegadas –desde el 6 hasta el 25 de julio de 1937– en esa población y otras aledañas al oeste de Madrid, durante la Guerra Civil Española.

Los republicanos huían de las fuerzas franquistas y el 26 de julio la vida de Aníbal González, conductor de un tanque T-26 de 9.5 toneladas, se cruzó con la de Gerda Taro, una atrevida fotógrafa de 26 años.

Todo el mundo quería huir de aquel armagedón, donde yacían 40 mil muertos. Aníbal encontró una vía de escape y avanzó directo con el mastodonte metálico. Gerda iba en el estribo de un Chevrolet Matford negro, el auto del general Walter, un oficial polaco de las brigadas internacionales.

Las versiones del accidente son distintas; solo es cierto que el tanque pegó contra el auto. Taro cayó debajo de las orugas y sus entrañas reventaron.

El cuerpo quedó espantoso; los médicos del hospital El Goloso intentaron aliviarla con una transfusión y una dosis de morfina. Murió al amanecer del 26 de julio de 1937.

Sobrevivió su cámara de cine Eyemo y una Leica con las que registró los bombardeos de la Legión Cóndor, tirándole todo el hierro a las trincheras de los milicianos y ametrallándoles en cada kilómetro de su retirada.

Los restos de la joven fueron sepultados en París, en el cementerio de Père-Lachaise; su trabajo lo eclipsó su amante Robert Capa, a pesar de que ella lo convirtió en uno los mejores fotoperiodistas del siglo XX.

En los últimos años los expertos rescataron su memoria del fondo oscuro donde la ocultó la luz de Capa; algunos aseguran que la famosa foto del anarquista Federico Borrel García atribuida a Robert –Muerte de un miliciano– la tomó Gerda y este se la apropió.

Los cineastas Hugo Doménech y Raúl M. Riebenbauer sostienen –en el documental La sombra del iceberg– que el rebelde no es Federico sino un desconocido, elevado a la categoría de símbolo, tras publicarse su imagen en la revista Life de julio de 1937, en el reportaje: Muerte en España. La Guerra Civil se ha cobrado medio millón de víctimas en un año.

Luz en la oscuridad

Gerda Taro llevó una vida tan osada como corta. Valiente y audaz abandonó Alemania debido al ascenso de Adolf Hitler, en 1933.

Provenía de una familia judía radicada en Stuttgart, donde nació el 1° de agosto de 1910. Llevó una vida acomodada; sus padres eran burgueses y estudió en Suiza.

A los 19 años se fueron a Leipzig donde se involucró con los grupos antifacistas; en una ocasión la detuvieron por repartir panfletos contra Hitler.

Las políticas antisemitas, y el activismo revolucionario, la ubicaron bajo “custodia protectora” de la Gestapo; antes de terminar de “huésped” en un campo de concentración se fue a París, con una amiga.

En Francia trabajó de niñera y fue mecanógrafa de un psicoanalista; aspiró la vida bohemia de las “brasseries” y los “bistrós” atiborrados de intelectuales, donde coincidió con Endre Ernö Friedman.

Ese era un judío de buen ver, alto, guapo, desaliñado y obsesionado con ser fotógrafo. Él le enseñó la técnicas para obtener las mejores imágenes. Ella lo convirtió en un mito.

Sin decir “agua va” se fueron a vivir juntos. Gerda aprendió en un suspiro y encontró trabajo en Alliance Photo; en 1936 la agencia holandesa ABC Press-Service la acreditó como fotoperiodista.

Pero a ese ritmo nunca serían famosos. Gerda creó un personaje ficticio, mezcla de ella y él. Así nació Robert Capa, un elegante fotógrafo americano, de tanto prestigio que los contrató a ellos como representantes.

De pronto vendieron las fotos al triple de su precio; con el estallido del conflicto en España se marcharon a Barcelona y sus reportajes fueron publicados en las revistas Regards y Vu.

El éxito los distanció, o tal vez los celos, quién podría saberlo. Comenzaron los roces y la pareja decidió separarse; Friedmann se quedó con la marca de Robert Capa, mientras ella utilizó la firma Photo Taro.

Volvieron a verse en París en varias ocasiones porque compartían una misma empresa, Capa & Taro. Una de ellas fue el 14 de julio de 1937, en la celebración de la Toma de la Bastilla.

Los dos padecían de exceso de adrenalina y se metían de lleno en los conflictos; vivían la guerra en primera línea, con los soldados y los civiles. Era una propuesta muy moderna y arriesgada.

Gerda aprendió que las fotografías solo son buenas, si estaba lo suficientemente cerca. Registró los momentos más crudos de la primera fase de la batalla de Brunete, cuando los republicanos creyeron que derrotaban a los franquistas.

Cuatro días antes de morir Regards publicó el reportaje, y Taro se perfiló como una estrella del fotoperiodismo. A su funeral acudieron miles de personas, quienes la exaltaron como una mártir antifacista.

A veces, en la vida, hay que crear personajes ficticios, para que lleguen a lugares donde los reales no pueden.

Historia cruel

Mientras Gerda se rifaba el físico en las trincheras de España, Robert Capa estaba en París, con la idea de negociar algunos contratos y permisos para que los dos se fueran al a la guerra chino-japonesa.

En esas andaba cuando, en el consultorio de un dentista, abrió un periódico y leyó en la tercera página que antigua amante murió aplastada por un tanque en la batalla de Brunete.

Quedó en trance y durante varias semanas anduvo como un zombie, al menos eso comentaron sus allegados.

Desde ese día buscó la muerte, acompañó a las tropas que tomaron por asalto las playas de Normandía, su secuencia del desembarco es impresionante.

Encontró lo que buscaba en 1954, en Indochina; puso su pie sobre una mina personal y voló en pedazos.