Hablar con Milo Junco es cosa seria. No lo digo porque sea un personaje formal, prudente o conservador. ¡Todo lo contrario! Es un ser humano que vivió entre extremos, hizo todo lo que le dio la gana en la Costa Rica de antaño y estudió a profundidad nuestra historia.
Esta definición, aunque se queda muy corta para describir al Milo que entrevisté en agosto, es un buen comienzo. “Soy muy raro, brinco entre la Iglesia y las putas”, empieza a decir en un todo serio y solemne, para luego agregar entre carcajada: “¡Soy rarísimo!”.
Tratar de entender la vida de José María de Nuestra Señora de los Ángeles –su nombre completo en honor a la Patrona de Costa Rica, de quien es devoto– es complicado y divertido. Sus recuerdos son una aventura emocional que en segundos pasa de las risas a las lágrimas (solo un par de lágrimas, nada de dramáticos llantos), mientras los adereza con relatos interesantísimos de la historia nacional.
De su edad no se habla. Ni siquiera me atreví a preguntársela, aunque si sacamos cuentas, son muchos años pero bien vividos que, al final, es lo que importa.
En Costa Rica muchos lo conocieron porque comentaba, junto a Pilar Cisneros e Ignacio Santos, las carrozas y los vestuarios del Festival de la Luz en las tradicionales transmisiones de Teletica; también fue invitado en varios programas de televisión para criticar (siempre con ácidos comentarios) la manera de vestir de los políticos costarricenses en los actos protocolarios.
Otra buena parte del país lo conoce porque trabaja muy de cerca con el gremio cultural. Ha hecho de todo: desde ayudar a fundar y dirigir la Compañía Lírica Nacional hasta diseñar los vestuarios y escenografías de sus montajes más importantes.
Lo que queda de Tiquicia se lo topó por metiche: en sus años mozos anduvo metido en todo lo habido y por haber. Fue jefe maquillista de Repretel, le diseñó los trajes típicos a algunas misses que fueron a participar fuera del país, es el encargado del Santo Sepulcro de la Catedral Metropolitana y hasta le creó los trajes a destacados transformistas de la escena gay costarricense.
Si conocer a Milo es una aventura, ir a su casa es una experiencia inolvidable. En ese lugar el tiempo se detuvo. Este señor convive entre santos, vírgenes y fotos del recuerdo. Sus muebles son antiquísimos y están bien cuidados; los cuadros –sobre todo los del arte sacro– parecieran tener vida y algunas de las figuras en yeso miran con recelo a los visitantes.
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“Yo soy recalcitrantemente vegetariano”, dice, mientras explica que nunca ha comida carne siguiendo el ejemplo de su abuelo quien siempre le decía que la olla de carne era sopa de muerto; además, detesta el licor (¡ni una copita de vino!) y asegura que nunca ha probado el café.
Milo Junco es eso y más. Describirlo es imposible pero el solo intentarlo ya es una aventura. A Milo lo sentencié desde que comenzó la entrevista: “U ordena sus pensamientos o le toca pagar el café”. ¿Me hizo caso? ¡Para nada! Al final, no solo le tocó pagar el café, también invitó a las galletas.
Afortunado con patas
“Es mejor tener amigos que tener plata”. Si hay alguien que sabe a ciencia cierta la sabiduría que encierra este popular dicho es Milo Junco. Desde que era un adolescente se rodeó de personas que le ayudaron, que lo empujaron a cumplir sus sueños y que fueron sus guías.
“Yo me considero muy afortunado porque tuve la dicha de conocer a Lucio Ranucci, su esposa Olga Espinach y alguien a quien siempre llevo en mi corazón: a Margarita Bertheau”, dice con evidente emoción.
Ranucci fue una figura fundamental en el arte costarricense desde 1951 (creador del famoso mural Alegoría de la Segunda República), Espinach fue una reconocida artista y periodista, mientras que Bertheau fue una destacada pintora y promotora cultural.
“Tuve la dicha inmensa de que tres figuras tan maravillosamente grandes se dedicaron a enseñarme”, agrega.
Gracias a estos extraordinarios artistas, Milo aprendió a hacer dos de las cosas que más le apasionan: diseñar vestuarios y escenografías.
A Ranucci lo atacaba con todo tipo de preguntas cuando montó en los años 70 la escenografía de la obra de teatro La vida es sueño, mientras que a Bertheau no la dejaba en paz cuando diseñaba el vestuario de los montajes de ballet que hacía para la Escuela de Bellas Artes.
Por eso, no lo dudó cuando una amiga le recomendó ir hablar con Alberto Cañas, quien en 1970 fue nombrado el primer ministro de Cultura del país, para que tratar de obtener una beca.
“Efectivamente, me dijo (imitando el tono grave de voz de don Beto): ‘Mirá aquí hay unas becas muy raras que son por 8 meses nada más y si querés ir es a Rusia’, cuenta. Así fue como semanas después comenzó su aventura en Leningrado (hoy, San Petersburgo).
“Tenía 19 años. Ya estaba viejito”, comienza a contar. “¿Cómo, viejito a los 19 años?, lo interrumpo.
“En realidad siempre he sido viejo por dentro. Mi manera de ser es de un viejo. Y yo siempre de chiquillo decía: ‘¡Qué lindo ser viejo! Me encantaría ser como un señor mayor’. Y se me hizo. Hay cosas que llegan”, dice con orgullo y deja entrever lo que es parte de su actual encanto: un viejo con alma de viejo.
En Rusia no solo estudió vestuario y escenografía en el fascinante y esplendoroso Teatro Mariinsky, sino que logró aprender un poquito de ruso y se trajo consigo un millón de recuerdos que aún hoy lo trasladan a esa “maravillosa época”, como dice.
“Era un convenio y nos permitió ver la belleza de Rusia. Era maravillosa. Traigo conmigo los museos, las joyas de Catalina la Grande, el Palacio de los Zares. Rusia es maravillosa. Es una cosa imponente”, explica.
Fue en en ese país donde conoció a un gran amigo quien le daría una oportunidad única: Francisco Olmedo Contreras, un joven puertorriqueño quien investigaba en Rusia el tipo de vestuario de la época de Iván el Terrible, para un gran espectáculo que estaba montando en el Lido de París, un popular cabaré situado en los Campos Elíseos, donde trabajaba.
Durante los cursos se hicieron muy amigos y en una de las tantas conversaciones que mantenían a diario, Francisco le hizo una invitación que, aunque rechazó al principio, le quedó rondando en su cabeza: visitarlo un par de días en Francia.
Dos días antes de regresar a Costa Rica, y sin poder avisarle a su amigo Francisco, Milo tomó la decisión de cambiar el boleto e irse a Francia.
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Con una maleta pequeña, un papel donde había apuntado la dirección y con solo $50 –de los cuales necesitó $25 para pagarle al taxi que lo llevaría hasta la casa de Francisco–, tocó la puerta del apartamento. “Era un pobre diablo, y lo sigo siendo”, recuerda.
Aunque tuvo que esperar media hora, lo recibieron con los brazo abiertos. “Me atendieron como si fuera el príncipe de Gales. Pero ya a los 8 días me sentía mal. porque yo no podía ayudar en nada”, cuenta Milo.
Cuando estaba por regresar a Costa Rica, Francisco le hizo una propuesta que le cambió su vida: “Te conseguí un puesto como asistente de vestuario del cabaré”, le dijo.
Con solo 23 años, ese mundo lo envolvió por completo y le mostró mucho de lo que hoy le aporta al teatro costarricense. No solo conoció a grandes luminarias de la escena artística de Francia y el mundo, sino que vivió de cerca por casi dos años la producción de grandes espectáculos.
Milo quedó “azorado”, como dice, cuando aprendió a usar grandes plumajes, a diseñar los vestuarios del cabaré, a trabajar de cerca con las bordadoras y a ver cómo los coreógrafos montaban los espectáculos con artistas de gran calibre y más de 100 músicos.
Sin embargo, ese mundo se le derrumbó cuando una delegación política de Costa Rica visitó el cabaré y, lógicamente, lo llamaron para conocerlo. Un agregado cultural se dio cuenta de que no tenía papeles para trabajar en Francia, lo “acusó” con las autoridades y 24 horas después se vio obligado a sacar todos sus ahorros (que eran bastantes porque le pagaban muy bien) y tomar un avión.
Aunque las circunstancias de su salida no fueron las más afortunadas, antes de regresar a Costa Rica decidió visitar España para encontrarse con algunos parientes. Esa repentina e inesperada decisión le cambió su vida por completo.
¡Olé!
Aunque su objetivo era conocer Asturias, donde vivían algunos de sus familiares, Milo decidió quedarse un par de días en Madrid, que luego se convirtieron en semanas.
En la capital española no solo visitaba a diario todos los museos y aprendió a maquillar en una famosa academia de belleza llamada Ninett, sino que terminó colaborando ad honorem en la reconocida Compañía de Teatro María Guerrero. ¿Cómo lo logró? Muy sencillo: “siendo metiche”.
“En la Plaza de las Descalzas, pasé por un lugar, una tapia grandísima con ventanas, y oí que decían: ‘Por querer como te quiero te llaman la malquerida’. Yo dije: ‘Esto es de Benavente’”, cuenta.
“Yo soy muy aventado y me animé a tocar la puerta. Me salió un españolete con una cigarro y una boina. Me dijo: ‘Sí, ¿qué querés?, ¿qué sucede?’. Y le expliqué que amaba el teatro y quería saber si había un teatro. El señor me explicó que solo se ensayaba y que eran parte de la Compañía María Guerrero. ¡La titular en España del teatro clásico! Le dije que sería una maravilla poder ver, y me dejó entrar”, recuerda.
Ese día no solo vio cómo ensayaban La Malquerida de Jacinto Benavente, sino que conoció a la actriz María Fernanda Ladrón de Guevara, madre de otra gran intérprete: Amparo Rivelles.
Durante su estadía en Madrid terminó siendo el apuntador de la famosa compañía: se situaba cerca de los actores para dictarles en voz baja el texto por si se les olvidaba y les ayudaba a ubicarlos en el espacio.
Su gran oportunidad llegó unas semanas antes de irse a Asturias: “Tuve la dicha muy grande de que cuando estaban haciendo el vestuario de la obra Castigo sin venganza me pidieron revisar los diseños, porque sabían que yo había estudiado en Rusia. No estaban conformes con los que tenían porque eran muy viejos. Comencé a ver el vestuario y les plantee mis recomendaciones y diseñé 12 vestuarios gratis para la Compañía María Guerrero. Fue un honor y de eso me siento muy orgulloso”, explica.
Lamentablemente no le dio la tiempo de ver ese montaje en escena y luego de visitar a su familia en Asturias tomó la decisión de regresar a su natal Costa Rica para escribir una nueva historia en su vida: llegaba al país un Milo muy cambiado, más maduro y con muchas ganas de poner en práctica sus conocimientos.
Tiquicia lo recibe
Junco llegó a Costa Rica a mediados de los años 70. A finales de esa década, Marina Volio, entonces ministra de Cultura, le pide ayuda para fundar la Compañía Lírica Nacional junto a su primer director, Enrique Granados.
Fue así como colaboró en el montaje de La viuda alegre, que fue una prueba antes de la que compañía adoptara su actual nombre. Fue precisamente con Tosca, en 1980, en donde demostró su talento para diseñar y crear el vestuario de la primera obra que montaba oficialmente la Lírica Nacional.
Después de que Granados dejara la compañía, Milo fue nombrado su director, lo que aprovechó para desarrollar en escena una de las obras más controversiales hasta la fecha: La corte del Faraón.
“En mis tiempos se hizo una obra que aquí nadie quería montar y que jamás en la vida se hubiera pensado: una opereta que a mí me gustaba mucho y que a mucha gente le encantaba. ¡Fue un éxito tremendo! (...). Es un poco subida de tono. Más bien demasiado, pero eso es un género y yo dije: ‘Yo la hago’. El teatro se caía de público y me encantó”.
Años después, en el 2002 y el 2012, Milo tuvo la oportunidad de montar de nuevo para la Compañía Lírica Nacional Tosca, su ópera predilecta y donde nuevamente demostró su talento.
“Yo creo que el teatro hay que trabajarlo con las yemas de los dedos. Hay que hundirse con el personaje, con el compositor, con el autor (...). Uno tiene que tomar el libreto y ver qué quería el autor de la obra. Cómo la quería él”, dice con gran entusiasmo.
Esa pasión que le inyecta a lo que hace lo llevó a hacer de todo y para todos. Su talento no solo se quedó para el público que ve una ópera; su trabajo cruzó fronteras y tocó a personajes que hoy son figuras importantes de la escena del espectáculo local e internacional.
Cuando vivió en España, no solo aprendió a maquillar, sino que se codeó con muchos de los artistas y transformistas de la escena bohemia madrileña de los años 70.
Toda esa experiencia no solo la utilizó para apoyar una escena gay costarricense que apenas empezaba a desarrollarse con la creación del vestuario para muchos transformistas de esa época, sino que también tocó el rostro de reconocidos artistas internacionales cuando visitaban el país.
Luis Miguel e Iris Chacón fueron algunas de las estrellas que conoció; sin embargo, durante una visita a México lo llamaron de emergencia a Televisa durante una huelga de maquilladores. Ahí no solo conoció a María Félix durante un programa especial que le estaba dedicando Verónica Castro, sino que tuvo la oportunidad de retocar su maquillaje. “¡Solo retocarla!, porque La Doña solo se dejaba maquillar por su maquillador profesional”, recuerda con emoción.
Otra que recuerda con gran cariño es a Maribel Guardia. Su mirada delata la admiración que siente por la artista costarricense quien, asegura, conoció cuando Mima –la madre de Maribel Guardia– le ayudó a salir de un apuro pues no se pudo terminar a tiempo parte del vestuario que se necesitaría para uno de los montajes de la Compañía Lírica Nacional.
Curiosamente, y por vueltas del destino, tuvo la oportunidad de apoyar a Maribel cuando uno de sus amigos cercanos, Fernando Vargas, le pidió ayuda cuando fue electa Miss Costa Rica en 1978. Milo fue uno de los que le ayudó a diseñar el vestido típico que utilizaría en México para representar a nuestro país en el Miss Universo ese año.
Muchos años después fue contratado por Repretel como maquillista, donde interactuó con figuras importantes de la televisión nacional, desde Luana Freer (Miss Costa Rica 1989) hasta Patricia Figueroa, con quien mantiene una cercana amistad.
Como es común en la vida de Milo Junco, durante todos esos años trabajó arduamente entre sets de televisión, escenarios de teatro y altares de iglesias, sitios en apariencia opuestos, pero que para él son santuarios que le permiten desarrollar sus habilidades y poner en práctica ese fascinante arte de crear y embellecer todo lo que toca con sus manos.
Su gran pasión
En medio la algarabía que ha sido la vida de Milo Junco, hay una figura que quiere, respeta y a quien le guarda un cariño profundo: la Virgen de los Ángeles.
“Por tradición familiar –yo soy de Cartago– y desde que nací comencé a querer mucho a la Virgen de los Ángeles. Yo me llamo José María de Nuestra Señora de los Ángeles por ella. Me hubiera gustado quitarme el José María y solo llamarme Nuestra Señora de los Ángeles”, cuenta a carcajadas.
“Es para mí casi una obsesión”, agrega sin titubear.
Durante varios años estudió Historia en la Universidad de Costa Rica, en donde aprovechó para conocer más de cerca a la Patrona del país.
De esos estudios recuerda con especial cariño cómo la descrían algunos de sus profesores más allegados: “Ella es la virgen que forjó esta nación”, le decía el historiador Carlos Meléndez, y “En el regazo de la Virgen de los Ángeles, nació, creció y se formó la idiosincrasia del pueblo costarricense”, le comentada el historiador e investigador Rafael Obregón Loría.
Fue precisamente la Virgen de los Ángeles quien primero se “interpuso” en mi objetivo de localizar a Milo Junco para entrevistarlo.
Milo no tiene redes sociales, tampoco le interesa comprar un celular y la única manera de localizarlo es llamándolo al teléfono fijo que tiene en su casa. Fueron incontables llamadas sin respuesta las que realicé hasta que una de sus amigas más cercanas –mi compañera Yuri Lorena Jiménez– me reveló la única manera de encontrarlo en la casa: “llamalo a las 5 de la mañana, de fijo está”, me sugirió.
Así que al día siguiente Milo me obligó a madrugar: a las 5 a. m. ya estamos conversando sobre la nueva Miss Costa Rica, los vestidos de noche que utilizaron todas las demás candidatas y me comentó de su pasión por la Negrita.
Durante esa conversación me explicó que, desde buena mañana, se iba para Cartago a trabajar con otras señoras en el altar que le habían diseñado a la Patrona para recibirla en la tradicional Pasada de la imagen.
Ahí Milo mete cabeza para diseñar el altar, elegir los elementos que recibirán a la Virgen y, por medio de artículos propios de nuestra idiosincrasia, reconocer sus aportes a la sociedad costarricense.
“Milo, ¿cuándo nos vemos?", le pregunté. “¡Cuando termine mi trabajo con la virgencita!”, me respondió. Un par de semanas después, y después de llamarlo varias veces a las 5 de la mañana, logramos reunirnos un martes por la tarde en el Subway de la Avenida Segunda. Ahí comenzó mi aventura con Milo: “Soy muy raro, brinco entre la Iglesia y las putas”, fueron sus primeras palabras mientras veía fijamente el Teatro Nacional.