A falta de diez días para Navidad, el sol que cae en el Centro Penitenciario Jorge Arturo Montero –antes conocido como La Reforma– se acompaña de una brisa penetrante.
Mientras camina hacia una de las habitaciones del módulo de visitas, Jorge Salas, maniatado por unas esposas, reposa una palma sobre la otra para paliar el frío.
Él es un hombre de 42 años, de estatura media, moreno, delgado, con lentes que esconden unos ojos negros y profundos. Cuando extiende su mano para saludar, estrecha con suavidad sus dedos con la intención de no golpearse con las esposas. Salas se sienta con cuidado en la sala de visitas que conoce desde hace doce años y que espera no volver a ver después del próximo año, cuando obtenga la libertad tras cumplir su condena.
Un par de metros detrás, y junto a un coro de policías que resguarda a ambos, camina Luis Valentine, con el brillo del sol que le rebota en su cabeza sin cabello.
Valentine es un hombre musculoso de 56 años, con espalda ancha, visibles tatuajes negros en ambos brazos y con una piel un poco menos morena que la de su compañero Salas. Él ya lleva trece años privado de libertad y aún le restan 32 años en su condena.
A diferencia de su amigo del mundo entre rejas, Valentine saluda con fuerza, les habla al resto de policías que lo acompañan y toma asiento junto a Salas en un pequeño cuartito en el que la tropa de guardias apenas deja espacio para que las palabras reboten entre paredes.
Los hombres toman unos cuantos libros y papeles que traen desde sus celdas y los vierten en el grisáceo piso del módulo. Entre los artículos aparecen sus nombres en dos libros: Frente a las olas, que es el libro de Salas; y Entre rejas, la publicación de Valentine. Las dos ediciones fueron parte de la colección del pasado Festival Internacional de Poesía, ya que ambos son parte del taller para privados de libertad llamado Casa de Poesía.
Junto a sus libros reposa una pila de reconocimientos que obtuvieron por sus poemas y, los títulos que ahí se dispersan, son el eco de una juventud reimaginada y de una adultez casi perdida.
Estos dos poetas, cuyo talento fue parido detrás del oxidado portón del centro penitenciario, no escriben en rima, sino en consonancia de sus heridas.
“Uno escribe por catarsis, pero generalmente termina escribiendo por cosas que uno ve, que las toma como propias y habla de ellas. A mí me gusta mucho hablar de situaciones que se sienten en la cárcel sin decir ‘cárcel’, porque esa palabra despierta el morbo”, dice Valentine con las manos hechas un remolino. “La gente lee el poema y quiere saber cómo es la cárcel. Yo no quiero que agarren un poema y lo lean porque fue escrito desde la cárcel; quiero que lo lean para que la gente se diga “pucha, yo me he sentido así y nunca he estado preso”.
Valentine hace de las suyas para poder tomar su libro a pesar de la incomodidad que le generan las esposas y abre una página para comenzar a recitar.
En medio de la noche / Lleno mi cama de rostros / Mi conciencia agrieta las tablas /Cuánta arena en mi reloj / Cuán espesos mis recuerdo / ¿Quién se querrá vengar? / ¡Acaso Dios!
“Tenemos líneas muy diferentes de escribir”, dice Salas con un ritmo pausado que contrasta con el de Valentine. “Eso es una ventaja, porque el taller no busca que escribamos igual sino que cada uno encuentre su propia voz. Lo que él dice puede ser muy diferente a lo que yo digo”.
“Y tal vez por ser tan diferentes es que nos llevamos muy bien”, bromea Valentine. Salas le responde con una sonrisa cómplice.
Valentine aprovecha el espacio de risas en el salón –del cual los policías no logran resistirse– y abre la primera página de su libro. Allí aparece una fotografía de él abrazado a una mujer que sostiene un circular queque de vainilla.
Tras la risa, recupera el aire y vuelve a hablar.
“Esto fue a un par de salones de acá”, dice señalando la fotografía. “Aquí me casé con mi esposa, Marlen Calvo, quien también es privada de libertad. Fue uno de los mejores días de mi vida. Yo le dediqué este libro a mi esposa que la amo y a mi familia que tanto extraño”.
En su pecho, Valentine descubre que, debajo de su camisa gris, existe un gran tatuaje con el nombre de sus diez hijos. Unas heridas y llagas reconstruidas acompañan el paisaje de su pectoral.
“De todos estos solo veo a dos. A los otros no los veo desde hace años”, confiesa con los ojos apuntando al blanco suelo durante un par de segundos. “Pero tengo a esos dos y eso me estimula a escribir”, dice levantando la mirada. “Ya tus amigos de fiesta no están cuando uno está acá, así que aprendés a vivir solo. Yo no sabía que yo escribía. Menos que podía encontrarle sentido a mi vida escribiendo. ¿Yo, un poeta? Nombre. La vida te da sorpresas”.
En su celda, Valentine combina la escritura con la poesía. Cuatro cobijas, tres litros con agua amarrados a un palo de escoba y un tablón con baldes para hacer planchas y escribir en las noches completan su gimnasio hechizo.
Salas, por su parte, guarda sus escritos en medio de una pequeña biblioteca. Por mes, puede sacar más de cien libros de poesía que bebe en tan solo una semana, y que son donados por el taller Casa de Poesía.
“Vos podés escribir lo que sea en el papel, pero resulta que a la hora de leerlo tenés que analizar si lo que escribes transmite la idea que quieres”, reflexiona Salas. “A mí me gusta más transmitir las ideas que lo pongan a uno a pensar”, dice mientras abre una de las páginas de su libro. “Por ejemplo, este lo escribí pensando en una señora que sale en televisión en un anuncio sobre los ancianos que terminan solitos…”.
Sentado en una silla / parece de siglos / Afrenta al tiempo / la modernidad / Imágenes borrosas / Escurren entre sus dedos / Aferrado a esas sonrisas de saludo / Cosas que no regresan / No sabe qué hacer / por qué le ven como reliquia / Solo recuerda historias / Con nombres escritos en panteones / Pasa tiempo callado / ve fotos en sus manos / lo que tiene / donde desea volver.
“Y es muy curioso porque la gente podría pensar que Salas y yo somos cursis para hablar”, retoma Valentine, “pero yo vine a la cárcel para aprender a llorar. Yo estuve en la guerra de Kuwait, también me prensaron en México, me balearon los pies, me metieron electricidad en la boca…”.
Valentine frena su relato porque empieza a sentir que la saliva se le seca en la garganta. Una vez recuperado, jala sus labios inferiores hacia al frente y deja ver irregulares líneas blancas que acabaron en forma de llaga.
“Fueron más de 200 voltios que me metieron en la boca y en el recto hasta darme por muerto. Luego, me despedazaron los dedos con martillos y me dieron por muerto… Yo soy un tipo duro de la calle que vino a pintar mariposas”, dice y sonríe ahora con las lágrimas inundando las ojeras.
“Pero la poesía me ha hecho entender mis errores y buscar la redención”, confiesa. “Ahora mis nietas se sientan en mis regazos y me dicen que soy especial; mi hija me dijo que está orgullosa de que he cambiado. Lloro porque esto es algo nuevo para mí y me puedo morir mañana”.
Mientras Valentine trata de recuperarse ante la mirada aguada de los guardas, Salas aprovecha para hablar.
“La gente dice que Valentine se volvió pandereta, pero es que él cambió. ¿Será que la gente no puede creer que alguien puede cambiar? Mi mamá falleció cuando yo estaba preso. Tal vez, yo me pude volver alguien peor estando fuera sabiendo que murió, pero no necesitaba estar preso para sentir ciertas cosas. Estar preso es parte de la ecuación de escribir poesía, pero no lo es todo. Se trata darnos cuenta que sentimos; de saber lo que somos”.
Inmediatamente, Valentine vuelve a tomar la palabra.
“Cuando caí preso, una de mis hijas era modelo. Había salido en varios videos en Panamá”, dice con la nariz salpicada en llanto y con las manos en la frente. “Cuando me metieron preso, salí en periódicos, ella se dio cuenta y se suicidó. ¡Fue culpa mía!”, grita Valentine y golpea el viento con sus palmas abiertas. “¿Cómo vivís con eso?... Años después viene mi otra hija y me dice que está orgullosa... Por eso escribí un libro: porque no quería contar un extremo, pero a veces la vida es un extremo. Una de mis hijas se suicida de vergüenza y la otra está orgullosa. Por eso cierro mi libro con este poema".
Mis lágrimas / esgrimieron soledad / Tu sonrisa machaca mi mente / ¿Por qué resucitas cada mañana? / Oigo tus pasitos / tus chillidos / Aquellas carcajadas de dulzura / Me siento solo / ¿por eso imagino que estás viva?
Valentine termina de recitar y un desapasionado sol entra por la ventana para caer sobre los viejos libros que reposan en el piso. Valentine, Salas y los guardas permanecen en silencio.
Mientras tanto, los libros de poesía baten sus alas en el polvo de la cárcel.
* * *
En una blanca casita de Hatillo 3 un cartón de Clases de guitarra separa a dos canes peludos de su escape a la calle.
Por más que lo intentan, su dueño Roy Pérez logra retenerlos con su bastón.
“Vaaayan para dentro, para de-eeentro”, balbucea Roy quien, al detenerlos, suelta una sonrisa y una caricia para sus mascotas. Viste una camisa negra, unos vaqueros azules y unas zapatillas Nike en esta calurosa tarde de enero. “Ahora sí. Podemos pasar”.
Dentro de su sala hay una computadora, una guitarra y un hilo de imágenes religiosas que completan la atmósfera de su sitio de estar. Al fondo, en la cocina, aparece entre las sombras de la habitación King Maroto, un hombre delgado de cabello largo, de inseparable boina y voz grave que parece encontrarse en un eterno susurro.
“Ya le he dicho a Roy que deje esas cosas”, dice King señalando a la computadora mientras camino. “Yo entiendo que está la tecnología, pero las computadoras, el internet… Eso no va conmigo”.
“Es que no quiere aceptar la realidad, la actualidad”, le responde Roy. “No le gusta”.
Tras un conato de pelea –característica que parece haber definido sus años de amistad– King cede y decide sentarse al lado de la refrigeradora de la casa. Al frente, bajo un colorido cuadro, Roy reposa las manos sobre sus muslos mientras se mueve incesantemente de un lado al otro, sobre su propio eje.
“No-nosotros somos como Paul McCartney y John Lennon”, dice Roy entre pausadas risas y con un leve tartamudeo. “Nosotros nos conocemos desde hace treinta años”.
Ante la inestable risa de Roy, la mirada de King permanece seria. “Pues sí”, dice King arrugando sus labios. “Nosotros andábamos de bar en bar… Roy tocaba guitarra y yo hacía canciones… Ahí fue cuando conocí el alcohol”.
“Sí, el alcohol”, interviene Roy. “Él con el alcohol y yo con la droga. Ahí… ahí comenzó todo”.
En aquellos años ochenteros, King encontró su ligamen a la poesía. Entre escribir canciones y componer poemas existía, para su gusto, poca diferencia; en el caso de Roy, las pernoctaciones eran su dieta de cada día.
“A-a-andábamos de parque en parque haciendo loco”, recuerda Roy sin ningún orgullo. “Después de las fiestas, estábamos muy locos, muy adictos... Quemábamos lo que teníamos al frente, fuera el Parque de la Paz o lo que estuviera. No nos importaba”.
“Desde que salimos de la cárcel es otra cosa”, dice secamente King. “Estar en la cárcel te hace ver ciertas cosas… Yo escribí un libro que se llamaba Desde adentro y, ahora que salí, fue que publicaron Desde afuera”. King abre la primera página del libro y lee el que considera su poema más importante.
Me desplazo sin controlar / El tiempo de espera / Apacible ufano / La pesadilla acabará / Es un día común / ¿Ponderar? Obsoleto / (Para mí) / Esquivo la interrogante / Viejas heridas latentes / no harán que me ofusque / Son apología petrificada / Se alojaron frívolas / inermes / no encajan / la nueva faceta / Hay agradecimiento / Promesas / al atravesar / el umbral del portón / En el clímax / de la partida / El recuerdo / y una bendición / de ellos
Cuando Roy se prepara para intervenir tras el poema, King vuelve a tomar la palabra.
“Adentro, en la cárcel, mi mente se abría utilizando el intelecto”, recuerda King con los ojos muy abiertos y la mirada perdida. “Yo he sido un lector asiduo desde los cinco años y me he pasado leyendo toneladas. En la cárcel aún más… Cuando salí saqué una carreta con doce maletines que se me iban cayendo en el camino. Ahora sigo escribiendo, sigo pensando, ya dos años afuera de la cárcel”.
Roy aprovecha que King toma un par de segundos de respiración y comienza a hablar.
“De la cárcel todo-do el mundo sale loco”, dice Roy con firmeza. King lo escucha en silencio. “Es di-difícil… En mi caso, cuatro factores me sacaron de la cárcel: primero Dios, segundo la esperanza, tercero la poesía, y cuarto el mal de Parkinson”.
Fue dentro del centro penitenciario cuando Roy comenzó a sufrir los achaques de esta enfermedad. Su caminado tambaleante delata su trastorno, pero aún puede andar solo, salir a la calle y cocinarse pues, desde el 2011, Roy es un hombre libre.
“To-todo se ha ido ordenando bonito, gracias a Dios. La publicación del libro me ha motivado, porque yo escribía poesía empírica, haciendo las canciones con Roy. Ahora puedo escribir mejor”, dice sonriendo. “Cuando me entra el tiquitiqui en las manos es bien feo, pero saco las fuerzas para escribir”.
Roy abre su libro y lee con confianza, sin titubeos en su boca / Mi piel pegada al hueso / sin fuerzas: escribo, tiemblo / Siento espíritus que a la cita / no deberían asistir / Desierto / sol como oasis y refrigerio / arena que enluta mis pupilas / son tiempos austeros / Tú sustentas mis deseos / Camino, aún puedo / Son inútiles mis intentos / de salir del pastillero que consume / mi trémulo y cansado cuerpo / Soy objeto de burla / escarnecen a mi espalda / Ya nadie me visita / solo preguntan / para saber si he muerto / Sana mi cerebro, mi cuerpo / Me levantaré y les diré / ¿quién es mi DIOS / En el que he confiado? / Suyo es el poder y / la venganza……
“Sí, bueno”... interviene Roy mientras se frota las manos. “Yo creía mucho en Dios, pero, leyendo cosas, uno aprende más y piensa en otras cosas…”.
Sin volver a mirarlo, Roy continúa con su historia.
“La poesía hizo que me sacaran de prisión y no vuelva a delinquir más. Cuando-do usted sale de prisión y está fuera lo vuelven a ver diferente. Yo escribo lo que siento, y siento mi enfermedad. Recibí el mal de Parkinson como una bendición porque me sacó para tener una nueva vida. King también recibió todo esto a su manera...”.
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* * *
Una tarde decembrina se ha colado en este enero radiante. La luz de las cuatro de la tarde se filtra entre las hojas del Parque Morazán para vetear los libros de Welmer Salas y Brenda Rodríguez con pequeñas figuras de tréboles sobre sus poemas.
Quien se sienta sobre el respaldar de la larga banqueta que rodea al quiosco es Welmer, un hombre de 41 años que ahora tiene el cabello largo y hacia atrás –no como antes que se rapaba a los lados– lleva un saco gris, los hombros encogidos y una mirada dulce que acompaña una larga cortadura que se extiende desde la oreja derecha hasta su ojo.
Mientras sostiene con fuerza su libro de poesía, mira a sus lados como si esperara la llegada de alguien y acaba recordando su pasado en prisión con los ojos puestos en los vacilantes árboles.
“Yo nunca antes de la cárcel había escrito poesía”, dice en voz baja, como si estuviera confesándose en el templo, “pero de niño sentía algo. Había una espiritualidad, un no sé qué… Algo que me decía que escribiera, pero yo no sabía cómo. Yo me agarraba con las hojas en blanco, pero no sabía cómo empezar. Hasta que estuve dentro lo logré. Nunca me había dado cuenta de lo que había dentro de mí, y ahora la poesía se ha convertido en una parte de mi ser”.
Con mirada atenta, Brenda escucha a Welmer y asiente ante sus palabras. El frío de la soleada tarde la hace tomar la chaqueta rosada que combina con sus ojos verdes y su cabello fucsia. Ella entorna sus brazos sobre sí misma para protegerse del frío y se queda mirando las hojas que barre el viento por el parque.
“Yo sí había escrito antes”, rememora ella y deja salir su notable acento mexicano, “pero no sentía que lo que escribiera tuviera impacto para alguien más. Solo escribía para mí. Después de estar en el taller, me sentí con la responsabilidad de dar un mensaje desde la posición en que me encontraba. Hay muchas formas de expresar lo que sientes y el dolor no solamente se expresa con cosas desagradables. La poesía es la manera más bella de tocar a las personas”.
Tanto el libro de Welmer –titulado Manecillas del tiempo– como el de Brenda –llamado Alhelíes al amanecer– están dedicados a sus madres, matiz suficiente como para que los ojos de ambos se pongan llorosos en cuestión de segundos.
En el caso de Welmer, hoy ha llegado a este parque josefino tras pasar la mañana con su madre y su hermano menor. En su casa, ubicada al sur de la capital, aprovecha un sábado como hoy para lavar ropa, compartir el televisor con su familia, caminar por el barrio y, sobre todo, escribir poesía, ya que su trabajo de ebanista lo mantiene ocupado entre semana.
Con Brenda, la poesía también fluye en los fines de semana a causa de su trabajo diario. Ella vive en un centro herediano auspiciado por la Iglesia Católica donde también canta, baila y luce sus capacidades histriónicas. Ella, al igual que Welmer, están felices por su vida actual, aunque en el caso de Brenda existe un faltante que no puede negar.
“Para mí es muy difícil porque mi madre y mi familia no viven aquí, sino en México”, cuenta, con una sonrisa que esconde dolor. “Yo no dejo de pensar en mi madre. Yo antes trabajaba como sobrecargo y la distancia nos separaba y nos hacíamos falta, pero ahora es muy diferente. Yo, estando privada de libertad, le escribía cartas que terminaron en poesía. Yo tenía mucho dolor por mi familia, pero necesitaba alguna forma de liberarme, estando aún detrás de las rejas”.
¡Cuesta creerlo! / compartimos la Luna / Tú… / lejos / distante / En esta obscuridad / cielo pardo / sin estrellas / Duele entender / no te veo / El vacío no se llena / con la presencia de 23 más / –soledad compartida– / Me resigno y confío: / allá estarás bien / De mí / yo me encargaré / –Dios de ambas– / Mientras / Miremos esa Luna / ….nos une la distancia / –también las lágrimas– / Cuento sus fases / una a una / esperando / se acorte / la agonía
“Yo creo que escribir un poema no es solo para ti”, retoma Brenda, “sino que deseas que la persona que lo lea lo sienta. Hay personas que con violencia plasman sus sentimientos y se terminan lastimando a sí mismas. A mí me parece una responsabilidad de que nosotros, que estuvimos ahí dentro, aprendimos muchísimos y queremos que las personas se den cuenta de que existen muchas maneras de dar con el arte”.
Tras secar un tenue lagrimeo con el dorso de su mano, Welmer se toma a sí mismo desde las bolsas de su saco para continuar.
“Es que perder la libertad fue como cortarle las alas a un colibrí. Yo lo que sentí fue ese dolor de pérdida, de estar casi once años preso. Con la poesía pude liberarme de eso y ver lo bello en todo, en conocer gente nueva, en estar acá sentado, en sentir el sol pegándome en la frente… Yo aún quisiera poder expresar todo lo que siento, pero sigo aprendiendo. No es tan difícil como cuando era un chiquillo que no sabía qué hacer frente al papel en blanco, pero aún así es difícil abrirse… Cuando se logra es algo hermoso”.
El poeta está mudo / muchos días… / Las palabras / en su interior / ¿Cómo soltarlas? / Mi hoja / a gritos: / pide el grafito / ¡No sé! / a veces / el poeta calla…
Un silencio apabullante es cortado por las hojas que el viento vuelve a poner en su marcha en medio de un San José expectante. Welmer y Brenda se cruzan una tímida sonrisa mientras respiran la más dulce brisa de todas.
Los árboles del lado opuesto del parque se mueven de un costado hacia el otro con el ritmo del viento. Las hojas se quedan mirando a Brenda y Welmer con calma, con delicadeza… pero sin escribir versos.