La grasa es verbo. Yo aprendí desde pequeña a comerla con mi papá. Él compraba pollo frito y deshojábamos las capas de piel hasta tocar con hueso.
Ahora, cuando llueve y el gris del día resalta todo lo que está mal, nada puede abrazar mejor que una pizza. Dorada, pasta gruesa, tres ingredientes: hongos, pepperoni y piña, porque el queso está implícito; de esas que dejan su huella en un pedazo de cartón.
Y a veces, cuando voy en el carro con mi mamá y pasamos al frente de una venta de tacos, ella hace una mueca disimulada, como queriendo decir: ¿Compramos?, y entonces yo siento la genética empujar desde adentro.
La grasa es droga, bienestar. Acompaña, alivia, y al mismo tiempo, nos está matando poco a poco, una burbuja a la vez.
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Son las 7:00 p.m. y llueve. Empujan, las sombrillas mutilan, la tripa cruje, el hueco del zapato se reproduce como bacteria. La capital a esta hora y así, deprime.
Además, el cajero tiene la pantalla en azul y el aire acondicionado a 16° C: la media ahora está fría.
En la bolsa del jeans tengo un billete de ¢2.000 y al otro lado de la calle, hay una pizzería que dice: Combos a ¢1.500 con fresco natural.
Entro y a mi alrededor hay seis hombres de pie aferrados a una barra metálica, rodillas algo flexionadas; veo una rueda gigante de masa con trozos de colores rojo, café, verde y blanco en el horno, lista para ser devorada.
La conversación fluye porque esto es un rito. Dice Mario que necesita dos combos porque la esposa se enoja si no llega con la cena y, dice Humberto que esta es la tercera vez que pasa por ahí y pide lo mismo.
Yo pido un slice y me inserto entre un espacio estrecho formado por hombros y piel húmeda que abre sus poros con el calor de horno.
La lluvia no se calmó y la Pizzería Manolito Central se convirtió en un refugio mal diseñado.
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En San José, cerca de las paradas de buses, hay pequeñas sodas o restaurantes de comida rápida que ofrecen combos a menos de ¢2.000. ¿Que si son sanos? No creo. ¿Que sí es gourmet ? No. Pero es que ya lo dije: la grasa es ocio.
Además, una comida con fresco a ¢1.500 en un país en el que una caja de fresas cuesta ¢1.290, está bien.
La Pizzería Manolito Central queda al frente de las paradas de San Pedro, al final de la Avenida Central.
Pedí una porción de pepperoni, el fresco es de mango y pagué ¢1.430.
Erediah Moyás es el primer empleado que uno se topa al entrar; hoy viste una camisa del Club Sport Herediano.
Toda la decoración de la entrada de la pizzería la hizo él, banderas de Brasil, pósters del Real Madrid.
“El fútbol lo es todo para mí, mi vida entera, mi esposa, mi novia, todo”.
Aquí abren a las 8 a.m. y a partir de esa hora, la venta no se detiene.
–Yo trabajaba en la pizzería de al lado, pero me fui.
–¿Por qué?
–Di, ¿usted por qué cambiaría de trabajo?
El restaurante de al lado se llama Pizzería Costa del Sol. La estética cambia, la pizza también.
Ronald Guevara es su dueño, y me cuenta que la pizzería es pionera en traer a Costa Rica el concepto de comprar y comer pizza desde la calle, y ya tiene 18 años de funcionar así.
“Este es un lugar que nació con la idea de crear un espacio en donde los platos fueran económicos y se pudiera vender pastas. Pensé en un lugar que tuviera calidad, servicio y buen precio”.
De alguna forma, lo que Guevara quiso hacer fue traer un poco del estilo de vida neoyorquina a Chepe, y funcionó.
No será nunca igual, como nada lo es, como tampoco lo es la pizza de uno u otro restaurante. Con el calor de la gente, la media se secó, la lluvia también, y una vez más, San José se reivindicó.
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Otro lugar que vende comida así, barata, rica y grasosa, es el Frontón al frente del Parque de las Garantías Sociales y al frente de las paradas de buses de Calle Fallas, San Rafa o El Porvenir en Desamparados.
Detrás del mostrador está Karen Camareno, con microgotas de sudor en la frente, porque la freídora parece no tener fondo.
Es un pozo de los deseos del que brotan empanadas de chicharrón, o de carne, o enyucados; y se come de pie, porque sí.
Dice Víctor, un cliente frecuente, que cuando tenía 10 años su papá lo llevó por su primera empanada, y que 30 años después, le saben igual de bien.
Comida de paso, para salir del apuro, para recordar.
Según Luis Armando Ceciliano, al día cocina un promedio de 70 kilos de masa.
La empanada que más se vende es la de carne y no se permite no tener abasto. La servilleta es un pedazo de papel que se deshace con los bocados. El chile, la horchata, la Coca-Cola en botella.
Aquí no hay grande cuisine , porque ¿para qué?
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La Miga de Oro es de Juan Carlos Montes y está al frente de las paradas de buses de Moravia, San Jerónimo y Paracito.
El combo de quesoburguesa y fresco natural cuesta ¢1.300. El sabor de la lechuga chorreando salsa rosada, el queso a medio derretir y la torta de carne, es pura sinestesia.
A mi lado hay una niña con urgencia por comprar doraditas y una señora tomando café mientras espera su orden de cinco tacos.
Montes había trabajado en varios restaurantes de comida rápida, y así aprendió lo más importante: la comida grasosa vende.
Son las 5:00 p. m. y la tensión aumenta.
No era suficiente la fila de gente esperando el bus, ni el necio que pita con el semáforo en rojo, ni el sonido del aceite al reventar arterias, no. Tenía que pasar la situación que todo consumidor de esta comida teme: llegó el bus y no ha salido la orden.
Una señora pidió hace cinco minutos tres empanadas para llevar. Juan Carlos se distrae para decirme que por favor no hable mal de su negocio, porque en este momento, es todo lo que tiene.
Yo le digo que no me atrevería, porque esa hamburguesa fue pura niñez.
La señora sigue preguntando cuanto le falta a la comida. Juan Carlos le responde que ya casi. El chofer encendió el motor. El aceite sigue hirviendo y escupiendo burbujas y quemando piel. La señora se pone más inquieta y mira la fila del bus, que ya no está. El chofer pone primera, las empanadas están casi doradas, Juan Carlos suda la congoja, la empanada, el bus, la grasa que se esparce en las manos como espejo, que no nos deja mentir.