Conmovido por el corto de 30 minutos y emocionado por el poder de la web como escuadrón sin fronteras, me vi presa del más inocente entusiasmo, ese propio de los niños que creen a ojos cerrados en la infinita bondad del ser humano. Cierto es que todavía no estaba firmando cheques ni encaramándome camisetas, pero me extasiaba la posibilidad de que un esfuerzo específico a partir de un viral arrojara resultados reales, palpables, concretos: positivos.
¿Cómo no? Cualquiera querría ver arrestado a un criminal de guerra fugitivo de la Corte Penal Internacional y acusado de crímenes contra la humanidad dentro de los cuales destacaban incontables violaciones y abusos en contra de miles de menores de edad. Desde Bill Gates hasta Rihanna y desde George Clooney hasta Bono, quien pidió un Óscar para Jason Russell, el director de
Así, en cuestión de horas, el video había sido visto por “media humanidad”. Pero ni el todopoderoso U2 pudo contra las fuerzas del cinismo, la apatía y la desconfianza. Par de días después las críticas destruyeron el documental, acabaron con su
La iniciativa dejó entonces de ser
La experiencia fue amarga. En medio de la batalla digital, imperó le ceguera mental: pocos fueron capaces de encontrar valor en el ejercicio oportuno de la visibilización y discusión del tema, la mayoría optó por caer en lo que criticaba, dedicándose a simplificar y destruir, hasta que, como era de esperar, Kony fue sepultado y murió el
Ya a nadie le importaba Kony. Y Kony, el de a de veras, por supuesto, sigue caminando en libertad.
Mientras tanto, cada vez que surge la oportunidad de discutir un nuevo tópico a fondo, la mayoría opta por la propuesta