En el país más feliz del mundo los cacos se robaban los carros. Acongojada, la gente más feliz del mundo decidió que, en lugar de acabar con los cacos, había que vigilar los carros. La demanda detonó la oferta. Así nació una horda espontánea de trabajadores callejeros que ofrecían llenar el nicho abierto por la ineptitud del Estado. Con cariño los recibimos con un apodo: los guachis .
Pasaron los años y la cosa empezó a malearse. Los guachis olieron el miedo. Cuando abrimos los ojos nos descubrimos igual de presos pero por diferente captor. Para no quedarnos sin carros, les habíamos dado las calles.
Hoy la relación entre el guachi y el “patrón” es una relación de acoso. Una trampa de la que no se sale ileso. Una extorsión vulgar permitida sumisamente por ciudadanos que pagan por la seguridad que les ofrece quien los amenaza. La técnica es idéntica al más clásico modus operandi de las mafias: estoy aquí para cuidarlo, pero el servicio no es voluntario. Si no colabora, estoy aquí para joderlo. “Usted sabrá si se la juega”, recetan, en una fina ejecución de terrorismo de acera.
Empoderados por la desidia ajena, los guachis se dividen las cuadras y se apropian de un territorio: el restaurante, el gimnasio, el bar, el estadio. Ya instalados, le ponen el precio suyo al espacio nuestro.
Estacionar es majar su cancha.
Cualquiera conoce anécdotas o ha vivido la experiencia típica, que puede empezar con enjaches y amenazas hasta devenir en pleito. Después siguen los rayones, las ventanas quebradas, insultos y puteadas. He visto a gente descubrir su carro con las cuatro llantas desinfladas por no aceptar la tarifa, o a guachis lanzando monedas contra los vidrios de quien no les pagó. Pero el acabose es el caso de una querida amiga que –indefensa– paga a diario lo que le “piden” por parquear en la acera, ¡al frente de su propia casa!
Llegamos a este punto por repetir un mal que nos aqueja: la maña de remendar los síntomas, en vez de atacar las causas. El problema no son los guachis , sino que se imponga el abuso. Que, en nombre del combate a la violencia, nos envolvamos en violencia. Que no podamos convivir en el espacio que compartimos.
Programas como “Seguridad comunitaria” han probado algún nivel de éxito para que los ciudadanos contribuyan, de forma articulada, con la seguridad de todos. ¿Es impensable un modelo similar que acerque a los guachimanes a la regularización, y a los ciudadanos a la confianza?
La generalización puede ser cruel: los guachis honestos y con verdadero espíritu de servicio también existen, pero los guachimalos van ganando. La solución pasa por la voluntad. Lo contrario es resignarnos a seguir empeñando libertades en lugar de defenderlas.