En las entrañas de Israel, el país de los mil rostros

En un pequeño país de Oriente, que se atraviesa de frontera a frontera en tan solo seis horas, no solo conviven tres de las religiones más importantes de la humanidad sino también personajes de todas las culturas. En esta primera entrega de crónicas sobre la vida en Israel profundizamos en su corazón: Jerusalén

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Jerusalén, Israel. En una de las blancas salas del Ministerio de Turismo de Israel, un comercial televisivo sobre nuevos zapatos de la cantante Lady Gaga acapara la atención de unas diez personas agrupadas al lado de un dispensador de aire acondicionado.

El verano israelí puede calentar Jerusalén a más de 30 grados centígrados sin humedad, lo que significa una deshidratación silenciosa y sin sudor. Reparar en cuántos shekels (moneda local) gastar en botellas de agua no una opción con tal de contrarrestar la marea de calor. A David, un corpulento rabino judío ataviado con vestimenta negra, parece no importarle el bochorno y pasa por el aire acondicionado sin cuidado.

David tiene una larga cabellera que, al igual que la mayoría de la población judía ortodoxa, se mezcla con su canosa barba. En su cabeza porta un sombrero alto y en su bolsillo lleva un celular Nokia que dejó de estar a la moda hace diez años pues, como muchos de los judíos ortodoxos, David desconfía de la tecnología. “Yo llevo una vida tranquila, en calma”, dice en un inglés marcado por su natal idioma hebreo.

Efectivamente, David procura una vida lejos de la globalización: no tiene televisión en su casa, usa su celular únicamente para realizar llamadas y se dedica a presidir las ceremonias de su religión. Lo único que parece ligarlo con el mundo fuera del judaísmo es la música, puesto que toca la trompeta, el arpa y la flauta tras una vida de amor por el jazz. “La música tradicional convive con lo que se escucha en las casas. Para mí el jazz es algo de todos los días”, asegura.

Ese ligamen musical surgió cuando David era pequeño y su padre lo llevó a un concierto del músico Louis Armstrong. Al final del recital, David tuvo la oportunidad de conocer al mítico trompetista. “Eso cambió mi vida para siempre. El jazz también es algo que hace feliz al espíritu. Lo enriquece”, dice el rabino, quien suele visitar este ministerio cuando es contratado por el gobierno para recibir visitantes.

En las afueras de este edificio, una señora enciende un cigarrillo debajo de un letrero de no fumado. Aún así, el olor del tabaco es inhibido por la inmensa cantidad de olivos que bordean esta calle de instituciones políticas.

Esta vertiente de la ciudad, que incluso emula a Washington D. C., representa al Jerusalén más político y globalizado. La parte occidental deja ver tiendas de café al estilo Starbucks, barberías premium, grandes centros comerciales y un estilizado y brillante complejo gubernamental.

Eso sí: una gigantesca arpa del rey David separa la ciudad y recuerda el componente religioso que resulta indispensable para conocer el corazón de Israel .

Desde otras ciudades, se habla que “de Jerusalén se sube y de Jerusalén se baja”. Aunque naturalmente existe una connotación espiritual con respecto a su topografía, es cierto que para alcanzar la ciudad hay que subir una larga carretera. En ese camino, se develan decenas de pequeñas banderas de Israel en cada casa que hacen pensar que este país celebró su independencia tan solo hace una semana, a pesar de que han pasado setenta y un años de la creación del Estado de Israel.

Casualmente, la ciudad ha estado dividida entre Jerusalén oriental y occidental desde la guerra de la independencia, ocurrida en 1948. Para dividir ambas partes se trazó una línea verde, que significó la línea de demarcación entre las fuerzas combatientes.

Hoy, Jerusalén es una ciudad antigua que a su vez es polo de la modernidad. Entre los altos edificios los niños judíos caminan en solitario de camino a sus escuelas; muchos de ellos con su indumentaria negra y la inseparable kipá.

Una vez que el complejo gubernamental acaba, la ciudad toma un formato vertical cuando aparecen las residencias locales, en las que la ropa se seca con el sol veraniego y se alternan los patios con tiendas de recuerdos para turistas. Aunque el calor es profundo, las mujeres musulmanas que viven en este costado del pueblo mantienen su velo, al igual que los judíos ortodoxos que caminan con sus calientes ropas.

En una cancha pública anexada a las residencias, decenas de niños juegan fútbol en una cancha pública de césped sintético, con un par de mujeres a la distancia que parecen ser sus madres.

“¿Conocés a la mujer maravilla?”, me pregunta Ariel Horowitz mientras recorremos estas empedradas avenidas. “Pues la mujer maravilla se creó acá: míralas”, dice señalando a esas madres. “Ellas cuidan de sus niños, mantienen sus casas y también trabajan. Decime si eso no es ser la mujer maravilla”.

Ariel Horowitz, de unos cuarenta y tantos, entiende a la perfección los matices de Israel. Nacido en Argentina y con poco más de veinte años de vivir en Jerusalén, es el director del Moriah International Center, un programa que se enfoca en promover el turismo académico en Israel.

Él viste igual que yo, con unos blue jeans, una camiseta de cuello y unas zapatillas deportivas. No lleva puesta una kipá (pequeña gorra ritual) y, a pesar de que practica buena parte de las tradiciones judaicas, marca la diferencia con el rabino David al no dejarse llamar “judío religioso”.

Su broma sobre la mujer maravilla no es gratuita. Las esposas de los judíos ortodoxos, como la del rabino David, deben encargarse de las labores hogareñas mientras sus maridos se dedican por completo al estudio de la Torá. Este texto, que es conocido como el Pentateuco en el cristianismo, constituye no solo la base ideológica del judaísmo, sino también contiene la ley del pueblo.

Tras el holocausto nazi y el exterminio de un tercio de la población judía del mundo, Israel tomó medidas para resguardar su patrimonio identitario y, con tal de contar con personas que preserven el legado de la Torá, la ley exime a los judíos ortodoxos de realizar servicio militar para que puedan concentrar sus energías en el estudio de los textos sagrados y así preservar su futuro.

En el 2019 esta medida ya no es bien recibida y fue un punto de discordia en las pasadas elecciones. Benjamin Netanyahu, el primer ministro israelí, fue reelegido no sin antes pasar por fuertes críticas, pues la población considera que Israel cuenta con suficientes estudiosos de la Torá. Netanyahu no quiere implementar el servicio obligatorio para los ortodoxos en el único país del mundo que cuenta con servicio militar obligatorio para las mujeres. Incluso el primer ministro ganó el conteo de votos de las elecciones pero, al no lograr armar un parlamento, el país deberá realizar elecciones nuevamente por primera vez en su historia.

La población ortodoxa es tema sensible. Por ejemplo en Jerusalén, donde los habitantes aseguran que se encuentra la capital a pesar que el mundo reconoce a Tel Aviv con esta insignia, se encuentran muchos más judíos ortodoxos que en cualquier otra parte del país. En total, el judaísmo ortodoxo significa un 8% de la población de Israel.

Los judíos ataviados en su tradicional traje se miran con mucha más facilidad en las calles de Jerusalén que en el resto del país. En los pasos peatonales, destacan con su vestimenta oscura al lado de otros habitantes vestidos de manera más occidental.

Ariel y yo paramos a comer en en el barrio árabe de Jerusalén occidental, donde la fotografía cambia ligeramente y la cantidad de judíos caminantes se disipa. Unos empaques de basura nos reciben en la entrada del comercio y delatan que esta comunidad es menos decorosa que el resto de la imponente ciudad.

Nos sentamos en un amarillo restaurante administrado por un árabe local, pedimos un falafel ––que es una suerte de croqueta con garbanzos– y Ariel me confirma que nos encontramos en uno de los barrios pobres de Jerusalén.

“Aún así, en Israel puede haber pobreza, pero no miseria”, me dice. En el país el salario mínimo es de $1.500 y, por ejemplo, esta comida rápida que comemos junto a una Coca-Cola significa un gasto de unos catorce dólares.

Afuera del restaurante, un remolino de niños juega en la calle. Para Ariel no es casualidad que habite gran cantidad de infantes en este barrio pues, para el islam, las tasas altas de procreación son sinónimo de orgullo. “Las grandes cantidades de hijos complican la calidad de vida. En este barrio, en muchos casos, el sofá para ver televisión se convierte en cama para la noche”, asegura.

Una vez que acabamos el almuerzo, Ariel se despide de los propietarios árabes del restaurante con una sonrisa. Entre practicantes de ambas religiones, la convivencia en Jerusalén aparenta ser tranquila, aunque los motivos religiosos han detonado un pleito milenario.

Cuando se dividió Jerusalén por medio de la línea verde, el área occidental –que estaba habitada principalmente por judíos– quedó bajo hegemonía israelí; mientras que el área oriental –habitada principalmente por palestinos musulmanes y cristianos– quedó bajo control de Jordania.

Los árabes que residían en los barrios de la parte occidental fueron obligados a marcharse hacia el este y, viceversa, los judíos que residían en la parte oriental tuvieron que irse.

Actualmente, la parte oriental es un territorio en disputa. La zona fue conquistada por Israel en 1967 tras la Guerra de los Seis Días y es el sitio donde los palestinos pretenden establecer su capital.

Quien nos lleva hacia esta parte de Jerusalén es Youssef, un conductor musulmán. Es regordete, un poco calvo y tiene un inglés que apenas le alcanza para comunicarse con los turistas. “Es un trabajo bueno", dice, "y llevo la mayoría de mi vida dedicado a esto. Así puedo mantener a mi familia de manera tranquila”, relata.

Ariel y Youssef bromean en hebreo todo el camino. Al bajar del bus, y antes de despedirse de Youssef, Ariel asegura que “el problema que existe no es con los árabes, sino con los palestinos”.

El halo espiritual

Al llegar a la parte oriental, Jerusalén exhala un aire religioso difícil de explicar.

La ciudad está construida con una roca apropiadamente llamada “la piedra de Jerusalén”. Es una roca que evoca tiempos pasados y que se siente como galletas de arroz. Desde que el territorio estuvo en manos de los ingleses, por ley se debe construir con este material.

Desde las faldas del Monte de los Olivos, se ofrece una vista panorámica de esta metrópoli de piedra. Al centro de la fotografía mental, se ubica la ciudad antigua de Jerusalén, con la cúpula dorada del Domo de la Roca que sobresale en el paisaje de oro.

Ariel me ha llevado a esta altura del monte para conocer un proyecto que investiga los remanentes de las excavaciones que se realizan en el Monte Moriá, donde hace siglos se encontró el Templo de Jerusalén.

Debajo de ese territorio, han aparecido monedas de más de dos mil años de antigüedad, así como cristalería, cerámica y grandes cantidades de piedras que ayudan a entender cómo era la vida antes de la era común.

En este centro de antropología se extienden largas tiendas transparentes que funcionan para separar los materiales que se encuentran en las excavaciones. Macetas de barro y mangueras son los insumos esenciales para este trabajo.

Una muchacha, estudiante de antropología de la Universidad Hebrea de Jerusalén, es parte de este equipo. Me cuenta que le alegra ser parte de esto, que “estamos hablando de piezas que no han sido tocadas en miles de años”.

La emoción no es menor pues, cada vez que se excava en Jerusalén, algo importante se encuentra. El interés, además de ser arqueológico, también rebota en factores religiosos.

Días después, cuando visité el Santuario del Libro ubicado en el Museo de Israel, me reencontré con el curador Adolfo Roitman, a quien conocí un año antes.

Roitman está consciente que, el mínimo descubrimiento ocurrido, afecta el patrimonio de identidad del pueblo de Israel. “Hay gente que mataría o se dejaría morir por lo que se encuentre en este país”, asegura.

El doctor Roitman, nacido en una comunidad judía de Argentina en 1957, llegó para quedarse en Israel desde los años 90. Con tan solo 37 años, se convirtió en el segundo curador en la historia del Santuario del Libro de Jerusalén.

Fue así como el argentino se transformó en el protector de los rollos del mar muerto, descubrimiento que se considera la más importante revolución intelectual del siglo pasado. En 1946, en unas cuevas cercanas a las ruinas de Qumrán, unos pastores beduinos encontraron unos rollos dentro de unas vasijas. Se descubrió que estos rollos contenían manuscritos de los años 250 a. e. c. y 66 e. c., entre los que destaca un texto completo del libro del profeta Isaías.

Basándose en estas reliquias que tiene bajo su custodia, el doctor deja muy claro cómo la religión interviene por completo en la construcción del modo de vida. Ha dedicado su carrera a estudiar estos rollos para comprender el alcance de lo que se puede encontrar en Israel. “Las personas están dispuestas a hacer lo que sea que digan estos textos. Es un acceso directo para hablar con nuestros antepasados, por lo que estos descubrimientos son lo más cercano a la experiencia del viaje por el túnel del tiempo, y hay que asumirlo con serenidad”.

La antigua ciudad

Unos cuantos kilómetros bajo el monte, se destapa la ciudad vieja de Jerusalén. Es una ciudad amurallada cargada de colores, mercados, bazares, casas y un aura espiritual.

Ocho puertas abren el paso a esta ciudad de intercambio cultural, que hace recordar el significado de Israel como cuna de la humanidad. Aquí se encuentran importantes sitios sagrados para judíos, musulmanes y cristianos, quienes se topan entre sí al transitar los estrechos callejones en común.

En la ciudad amurallada da la impresión de que, donde sea que uno pise, siente que toca historia sagrada. Cada pared, incluso la baldosa más común, pareciera algo excepcional.

El punto de mayor interés en la ciudad vieja se encuentra en la explanada del monte Moriá, donde se ubicó el Templo de Jerusalén, construido por Salomón, hijo del rey David. Lo que comenzó como un tabernáculo se convirtió en el santuario principal del pueblo de Israel, tras su total construcción en el siglo XIX antes de la era común.

La principal reliquia que contenía este templo fue el Arca de la Alianza, el cofre que poseía las Tablas de la Ley entregadas por Dios a Moisés en el monte Sinaí. La única persona con acceso al Arca de la Alianza, ubicada en una compuerta final del templo llamada Santo Sanctórum (santo de todos los Santos) era el Sumo Sacerdote, quien solo entraba al sitio una vez al año para el Yom Kippur (la fiesta judía del perdón).

En el 587 a. e. c. el templo fue destruido por el imperio babilonio; posteriormente fue construido por Zorobabel en el 515 a. e. c., luego fue ampliado por Herodes en el siglo I a. e. c. y, en el año 70 de nuestra era fue destruido por el imperio romano.

Toda esta carga histórica pareciera imprescindible para comprender el significado de entrar a la explanada del Muro de los Lamentos, que es sinónimo del único remanente del Templo de Jerusalén.

Una vez superada la revisión de seguridad, ingresar a la explanada resulta una impresión superlativa. Un ancho trapezoide deja ver al fondo el imponente muro de casi veinte metros de alto, cargado con personas de, literalmente, todas partes del mundo.

La explanada está dividida en dos partes: por la derecha ingresan las mujeres y por la izquierda los hombres. Al filo del muro, con las cabezas pegadas a las piedras, se encuentra una fila de judíos rezando, en su mayoría ortodoxos. Muchos bajan sus cabezas y se mueven hacia atrás y hacia adelante para concentrarse en sus oraciones.

Uno de los momentos más especiales que se pueden vivir en esta explanada es la recibida del Shabat, un viernes por la tarde. Esta festividad, que da inicio al día sagrado del judaísmo, comienza con la primera estrella del viernes y finaliza con la aparición de tres estrellas en la noche del sábado.

Para los judíos ortodoxos este período involucra la abstención de cualquier clase de trabajo, sea cocinar, conducir el auto e incluso prender un interruptor. De hecho, en los hoteles de Israel existe un “elevador de Shabat”, el cual automáticamente se abre en cada nivel pues accionar el botón del ascensor implica una forma de creación no permitida.

En las cercanías del muro, todo es una fiesta en Shabat. Es como “recibir a la novia”, me dice un judío.

Un gigantesco círculo de baile se coloca al lado del muro, con un ímpetu que hace girar a los hombres de izquierda a derecha con fuertes cantos de adoración. Algunos niños son levantados sobre los hombros de los adultos, quienes los abrazan y ríen con ellos. “Es que el Shabat es como la Navidad para el cristianismo. Es una gran fiesta, con la diferencia de que esta fiesta se celebra todas las semanas”, me cuenta un judío que asiste a la ceremonia.

Para la recibida del Shabat es poco probable ver personas con peticiones escritas en papel. La tradición de dejar papelitos en el muro parece eximirse el día del Shabat pues pareciera que todos comulgan en realizar un solo festejo cargado de danzas y oraciones contagiosas.

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Pareciera imposible llegar a tocar el muro ante estas circunstancias. Aún así, los judíos que bailan me incluyen en su danza. Sin miramientos, unen a quienes estamos a un lado sin distinguir ninguna religión.

Tras un par de segundos en la apacible marea de personas, quedo a tan solo un par de metros del muro. La concurrencia es tanta que no hay centímetro liberado para tocar el muro hasta que un judío nota mi presencia y, sin solicitárselo, se remueve para donarme su espacio.

Aunque en la mayoría de idiomas se conoce a este sitio como “muro occidental”, en español se le llama Muro de los Lamentos. La connotación de este título suele ir ligada a la historia del pueblo pues el muro representa el paraíso perdido del judaísmo.

Al fondo del Templo de Jerusalén, en el Santo Sanctórum, fue ubicada la Roca Fundacional, donde el patriarca Abraham iba a sacrificar a su hijo según los textos sagrados (a Isaac según judíos y cristianos; a Ismael según el islam). Este espacio evoca uno de los conflictos milenarios que ha acarreado enfrentamientos entre musulmanes y judíos.

Sobre esta piedra se ubica actualmente el Domo de la Roca, también conocido como Cúpula Dorada. Es un monumento islámico construido durante la invasión árabe a Israel, que se encuentra a escasas calles del Muro de los Lamentos. Esta roca fue adoptada por el islam al ser considerada como la piedra desde la cual el profeta Mahoma ascendió a los cielos para reunirse con Dios.

Contiguo a este domo se encuentra la Mezquita Al-Aqsa, que literalmente significa mezquita de al lado. Quienes no pertenecen al islam solo pueden acercarse a su explanada, que deja ver una monumental arquitectura.

En el camino hacia el domo es sencillo encontrar algunos mendigos árabes. “Es por ser viernes. Saben que hoy es día sagrado para el islam y que es un buen día para pedir”, me cuenta un judío entre esos pasillos dorados.

Muy cerca de la mezquita también se encuentran algunas de las estaciones de la Vía Dolorosa, la calle que señala el camino que tomó Jesús cargando la cruz en su ruta hacia la crucifixión.

En las nueve estaciones que se encuentran en las calles (las últimas seis se encuentran dentro de la Iglesia del Santo Sepulcro) concentraciones de todas las religiones se cruzan en los callejones. Al ser viernes, un grupo de peregrinación cristiana carga una cruz simbólica en el camino. Al poco tiempo, la agrupación es atravesada por un puñado de niños judíos que camina con sus padres hacia el Muro de los Lamentos.

El otro Jerusalén

Siete kilómetros al oeste, en las afueras de la ciudad antigua de Jerusalén, se encuentra el espacio que evoca el otro componente esencial para comprender Jerusalén: el memorial de las víctimas provocadas por el holocausto nazi.

Este sitio, que lleva el nombre de Yad Vashem, es un sensible y doloroso recorrido por el sufrimiento del pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. Quien me guía por esta suerte de museo es Dalia Himelfarb, una adorable señora de melena canosa que lleva un atuendo al mejor estilo hippie.

Pocas personas parecen ser más indicadas que Dalia para guiarme por el memorial. Ella, nacida en Israel pero criada en Brasil, terminó casada con el hijo de un sobreviviente del holocausto.

“Este lugar tiene una historia que ha sido contada tantas veces y aún es como contarla por primera vez. A uno como judío le duele como si hubiese estado allí. En mi caso por mi familia es más sencillo tener esa sensibilidad, pero podés preguntarle a cualquier judío y te lo dirá con dolor”, afirma.

En la entrada al Yad Vashem, un grupo de jóvenes se reúne en la entrada. La diferencia entre ellos y yo se rige únicamente por sus trajes militares y armas de fuego.

La imagen del militar en Israel dista mucho del estereotipo del soldado: los hombres, sin ser extremadamente corpulentos, descansan sobre unas bancas a la entrada del memorial; las mujeres, con keratina en el cabello y cutis impoluto, cuchichean a un lado del portal donde esperan a su guía cultural.

Este grupo militar se encuentra hoy en el Yad Vashem como parte del programa cultural que contempla el ejército. A pesar de que su lenguaje corporal no señala aires de superioridad, resulta imposible conversar con ellos por razones seguridad. “Son muchachos de apenas veinte años y pues, como vos, se van a comportar como chicos. El ejército les da la rigurosidad y el orden para asumir la vida, pero nunca la idea es que les quite su humanidad”, dice Dalia.

Un par de días después encontré a otro par de muchachos militares en Ben Yehuda, una calle que es conocida como uno de los barrios hipster de Jerusalén. Con su camisa desabotonada, y un cigarro en la boca, este dúo de jóvenes militares disfrutaba una ventosa noche en un bar local.

En este barrio cargado de bombillos amarillos encontré muchísima gente joven, como en ningún otro sitio de Jerusalén. La vida nocturna se despliega con un circuito de bares donde las hookas (artefacto oriental para fumar) esperan en cada mesa por ser vapeadas, y las muchachas llegan con falda y cabelleras desenfadadas.

En cada cuadra de Ben Yehuda un pequeño acto cultural se asoma, sea un joven tocando piano con un rótulo de “enseño música a hombres”, así como un grupo de muchachas mostrando su talento al bailar hip-hop en una de las aceras.

Al final del barrio, un McDonald´s deja ver en su fachada el rótulo “kosher”, lo que significa que la preparación de su comida es supervisada por un rabino. Como el judaísmo separa las cocinas de carne y de leche, en este McDonald´s no existen quesoburguesas.

En los bares de estas calles las cableras televisivas programan videoclips de música pop israelí, así como los grandes éxitos de reggaetón que también se bailan en occidente.

Aisha, una muchacha de 20 años que trabaja en una fábrica de diamantes, me contó unos días atrás que suele visitar estos lugares. “Sí, no todo es religión. Por supuesto que hay muchos jóvenes involucrados en lo religioso, pero tenemos vida social y vida nocturna y Jerusalén tiene algunos espacios para ir a bailar y pasarla bien”, me dijo. Aún así, aclara que “Jerusalén no es el sitio al que piensas or si quieres ir de fiesta. Para eso es Tel Aviv. Ahí es otra cosa”.

Los jóvenes que conocí concuerdan con lo dicho por Aisha. Elías, por ejemplo, que es otro muchacho de 20 años, asegura que “al tener Jerusalén este centro espiritual hay cosas que no se ven tan bien aquí como en otras ciudades como Tel Aviv, que es mucho más liberal”.

A Elías lo conocí en el parlamento israelí, donde lleva poco más de un año trabajando. Él nació en España y fue justo en calles como Ben Yehuda donde aprendió a hablar hebreo. “Mis compañeros no lograron aprender tan bien hebreo porque nunca practicaban en la calle. Yo me lanzaba al agua sin miedo a fallar y posiblemente hablar mal, sabes. Así aprendí y en buena hora porque si no difícilmente hubiese conseguido mi trabajo”.

El resto de la familia de Elías aún permanece en su natal España. El muchacho sintió el llamado de migrar a Jerusalén por su fe judía y hoy se encuentra absolutamente apropiado de la identidad israelí.

Recientemente, Elías cumplió dos años de estudiar ingeniería en un college, que es un tipo de universidad privada en Israel. Tras haber conseguido la nacionalidad israelí, asegura que hará el servicio militar “con alegría”.

“Sé que puede sonar extraño", cuenta Elías, “pero me emociona dar algo de mí al país que me recibe, que también es mi país. Es algo muy grande. Somos muchas personas de todo tipo, de todo el mundo, en un espacio tan pequeño. Tal vez en kilómetros no sea tan grande, pero hay tantas personas diferentes aquí que uno ve a Jerusalén como una ciudad gigantesca, sin límites”.

Segunda entrega: Crónica desde Cisjordania: más allá de la barrera entre Israel y Palestina

Tercera entrega: En Tel Aviv, el espejo invertido de Jerusalén