Cuando era niño, mi mamá me peinaba cada día antes de enviarme al kínder: aplicaba montones de gel sobre mi cabello negro y lacio, y luego se valía de un peine para acomodarme la cabellera con una carrera al lado y luego un ligero copete hacia atrás.
Más tarde, en la furiosa plenitud de la adolescencia, soñaba con tener el cabello largo y grasoso de Kurt Cobain, el líder de Nirvana, algo que yo creía imposible no porque mi pelo jamás se vería como el de mi cantante favorito en los videos, sno porque mi madre jamás me permitiría tener el pelo por los hombros.
Hace un par de años, fui a una barbería donde me ofrecieron cerveza mientras esperaba y luego me explicaron cosas sobre los huesos de mi cara y la proporción correcta del pelo; a todo lo anterior –la cerveza y la explicación– yo solamente respondí: sí, okey.
Hoy, mientras escribo esto, intento discernir si debería ir a cortame el pelo por 5.000 colones o dejarlo crecer un poco más.
El pelo es así: omnipresente, todo poderoso, capaz de arruinar un día con solo amanecer en una mala posición o mejorar una situación con apenas un buen flequillo siquiera temporal.
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El pelo es rebeldía, es autoestima, es definición de personaje; es victoria y es derrota. Es todo y nada al mismo tiempo.
De acuerdo con Transparency Market Research, en el 2015 la industria del cuidado del cabello –lo que incluye productos como el champú y los tintes de color, hasta los cortes y las extensiones– movió $81.300 millones únicamente en los Estados Unidos; se espera que ese mercado crezca hasta los $105.300 millones en los próximos siete años.
No importa lo que usted crea del cuidado del cabello: cifras como esa no se obtienen con mera vanidad de unos cuantos.
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Esto es cierto: el cabello es una preocupación de absolutamente todos los seres humanos (incluso de aquellos que ya no tienen pelo).
La cabellera es una expresión de la personalidad, me dijo alguna vez Armando Rodríguez, fundador y estrella de la peluquería boutique The Cool Hair Band, en Barrio Otoya.
La personalidad, por cierto, es como el ombligo y las opiniones: todos tenemos una, aunque no a todos nos agrade.
Igual que el pelo.
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En 1996, el universo del rock and roll estalló en llamas: Metallica se cortó el pelo. Los roqueros del planeta se sentían traicionados por la banda, que se había vendido a la dictadura del peine y la laca.
El 15 de setiembre del año pasado, en plena carrera presidencial, Jimmy Fallon, presentador del programa nocturo The Tonight Show , desarregló el cabello de su invitado, el hoy presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
En los años noventa, el Rachel –inspirado en el cabello del personaje de la serie Friends – se convirtió en un ícono de la cultura pop, tal como lo hizo Farrah Fawcett, de Los ángeles de Charlie , 20 años antes.
Luego de una temporada y media dominando los ratings de televisión, los productores de la serie Felicty decidieron que sería buena idea que el personaje interpretado por Keri Russell, de una amplia cabellera, se lo cortara por completo. A la semana siguiente, los ratings se habían desplomado y nunca volvieron a tener éxito.
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El pelo importa. Incluso cuando ya no está ahí: la calvicie puede ser un evento traumático; perder el pelo por un tratamiento médico puede ser una prueba compleja para el carácter del paciente. Un mal flequillo puede arruinar la vida social de un colegial; uno bueno, mejorarla muchísimo, más de lo que uno imaginaría.
Así, el equipo de la Revista Dominical decidió visitar varias peluquerías –todas, muy distintas entre sí– para experimentar en carne propia las muchas formas de tratar uno de nuestros bienes gratuitos y, a la vez, más preciados. Fuimos desde lo histórico hasta lo lujoso; desde el barrio hasta el centro comercial.
Porque el pelo no hace distinciones.