“Papá no me quiere. Cada vez que voy a pasar el día con él, me pide que lleve la computadora'”
La confesión la hizo una adolescente, y aparte del hecho, más que doloroso, de constatar que su padre solo desea librarse de ella encerrándola en ese hueco de luces de la pantalla, nos preguntamos qué pasó. ¿Acaso la idea no era más bien optimizar la comunicación? Y acceder a la información, para acceder a la verdad, al conocimiento, prácticamente al poder.
Si bien es cierto que el uso libérrimo de Internet permitió que el ciudadano común incidiera en forma efectiva sobre la realidad (combatiendo la represión política y organizando la rebelión civil, o en su contraparte más sombría, accediendo a la construcción de armas de destrucción masiva para acciones terroristas, por citar ejemplos extremos), también es cierto que algo ocurrió en el camino, y nuestra cándida veneración por la diosa Tecnología empieza a trocarse en el pasmo del Dr. Frankenstein ante las imprevistas consecuencias de su creación.
Aquello que habría de permitir un diálogo múltiple e irrestricto puede convertirse en un claustro tan estrecho como el del convento medieval, en especial cuando se trata de las generaciones más jóvenes. El muchacho se amuralla en lo más profundo de sus aparatos, donde el interlocutor de la vida real es desplazado por el virtual de mil cabezas, que sanciona o reprueba con el ícono de su pulgar sus imágenes, ideas, frases, el color de sus ojos, el bikini de su novia, o cualquier otro elemento de su intimidad. No se pregunta cuántos de esos “quinientos” amigos vendrían a ayudarlo si realmente lo necesitara. Podría llegar a suicidarse si pierde su aprobación. Deja de moverse. Se ausenta. Vive en un más allá.
La tecnología está aquí, para bien y para mal. Si deseamos que nuestros hijos nos escuchen –y si, eso espero, deseamos escucharlos– debemos hacer lo que los maestros sabios: más que brindar información (esta se consigue en Internet o en los libros), transmitir una pasión, contagiar un entusiasmo, persuadir con el ejemplo. Cortejémoslos. Hagámosles comprender que los logros reales son más valiosos, que no se hacen músculos haciendo correr un avatar. Aplaudamos sus méritos.
Un abrazo largo pesará siempre más que un like .
Llamó mi atención el consejo de un conferenciante del pasado TEDx: envíe menos mails y converse más. La idea es que eso promueve las corazonadas, es decir, la humana intuición. Es un alivio saber que todavía tenemos algo más que ofrecer que nuestras máquinas.