El asador de chuzos y el guardián de la Tagada: los invisibles hacedores de las fiestas

Sus trabajos en un campo ferial, manejando juegos mecánicos o dirigiendo cuatro chinamos, son tan variados como sus historias. Dejar la familia y llevar una vida nómada no siempre es fácil para quienes hacen posibles los festejos de las comunidades

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Por segundos dos manos grandes y curtidas cual tizón, se pierden en el fuego. Los testigos reaccionan y, de un salto, se alejan de las llamas. Él, en cambio, permanece inmutable, confiado porque sabe bien lo que hace. Al fuego se le respeta, mas no se le teme, menos cuando se convive con él de 12 y 14 horas diarias.

Nelson Ramírez es un maestro del fuego desde hace 10 años. En las brasas y el calor encontró la habilidad que lo hace autodenominarse “uno de los mejores parrilleros” que hay en las grandes fiestas cívicas que se realizan en Costa Rica: las de Zapote, Palmares, Santa Cruz, Nicoya, aunque también se desplaza entre los lugares más equidistantes del país para hacer lo que tan bien sabe en festejos de decenas de pueblos.

Nelson, de 32 años, trabaja para uno de los cuatro chinamos de comida El Shaddai: preparando y vendiendo chuzos de carne es como se gana la vida.

En 16 años alternando en funciones varias en los chinamos de las fiestas que venden pupusas, churros, carnitas, algodones, manzanas escarchadas y vigorones, entre otros, él encontró su lugar, uno al que ha tenido que acostumbrarse a la fuerza del tiempo, pues en temporada alta trabaja desde las 7 a. m., organizando todo, hasta la 1 o 2 a. m. Así durante al menos tres meses.

Con los ojos y las manos concentrados en una parrilla de 2 x 2 metros, se las ingenia con una destreza admirable para administrar a la izquierda el fuego con el que asa los chuzos de carne, mientras a la derecha coloca los pinchos sobre un forro de aluminio en su prioridad uno: seducir los sentidos de potenciales comensales que pasan cerca. En medio de su calurosa y laboriosa labor, Nelson agradece la oportunidad que le dio la vida en este, su país de adopción.

Él llegó a Costa Rica con su madre, hace 16 años. Ambos dejaron Nicaragua con el sueño de encontrar una venturosa vida en este país. El sueño de los dos era que el muchacho estudiara. Los planes no salieron y recién llegados iniciaron una carrera —y una vida — trabajando en los puestos de comida de los turnos y fiestas.

Mientras el fuego se eleva y roza los toldos blancos y azules que adornan el chinamo, su rostro concentrado en la enorme llamarada se distrae cuando se le pregunta si, pasando día y noche en la ajetreada tarea, hay espacio para otras facetas en su vida, por ejemplo ¿es posible encontrar el amor con semejante rutina o solo hay espacio para responsabilidadades?

Los ojos se encienden pero de una forma diferente, ya las brasas no se ven en sus iris porque la mirada no vigila la carne en el asador. Claro que se encuentra el amor y hasta más: en el caso de Nelson “lo mejor” que le ha dejado este oficio es su hija de 10 años. Esa pequeña es la motivación para que Nelson soporte las extenuantes jornadas, porque sabe que al final de cada temporada de fiestas, puede ganarse, incluso, más de ¢1 millón.

Las chispas revientan entre la parrilla y las dos docenas de chuzos de Nelson apenas se doran. El día más bueno en el campo ferial de Zapote, el 25 de diciembre, vendió 1.800 pinchos, dice con orgullo. Cada uno cuesta ¢1.000.

Su exigente empleo lo envuelve igual que el humo que emana la parrilla de gas. Apenas puede dejar su puesto para ir al baño y los tiempos de comida son de 15 minutos. “A todo se acostumbra uno”, repite. Por un tiempo se retiró de los chinamos y quiso tener un empleo “normal” por dos meses, aunque “no aguantó”. “Esto es como un vicio. Uno hace amistades. Va dejando huella. El patrón (Franco Angulo) es muy bueno: cuando no hay fiestas y tengo que pagar la casa, lo llamo y él me ayuda”, relata mientras envuelve en aluminio la brocha con la que adoba las carnes.

Este trabajo enaltece a Nelson, quien asegura sin reparos que es uno de los “más buenos” en su categoría, por ello “es de los mejores pagados”.

* * *

Muchos arfefactos tangibles se pueden contener en las cuadras que albergan grandes fiestas cívicas: juegos mecánicos, baños portátiles, toldos con mesas para sentarse a degustar los recurrentes platillos, música, cervezas, grandes parlantes y voces que invitan a la gente a pasarla de lo mejor.

Amén de lo accesorio, el alma de estas fiestas va más allá de los bailes a ritmo de canciones actuales. En esos vastos espacios habitan también cientos de personas que con su quehacer propician el disfrute de propios y foráneos. Los trabajadores de las fiestas son como aldeanos que construyen durante semanas la alegría colectiva. Manejando juegos o preparando alimentos crean momentos importantes. Sus historias son diversas, tanto como sus demandantes responsabilidades.

Los relatos de Rafaela Herrera, jefe de personal de los chinamos El Shaddai y las vivencias de Oscar Cortés, quien vela porque cada juego mecánico funcione, acompañan la historia de Nelson, el maestro del fuego.

Si se ha preguntado quién y cómo se maneja el popular aparato la Tagada, en esta entrega le presentamos al entusiasta Ebrin Barreto, quien ha aprendido a tener el control en sus dedos para resguardar de un accidente a los usuarios más atrevidos.

Bienvenidos al ADN de un campo ferial.

La dama de las planchas

Ni en Palmares, ni en Zapote, ni tampoco en Santa Cruz hay un campo ferial que físicamente sea tan monumental como la sensación de orgullo que vive en el pecho de Rafaela Herrera.

Rafaela, de 39 años, viste un jeans, camisa roja tipo polo con una serigrafía que tatúa su identidad empresarial; usa tenis, una gorra azul y un delantal negro. El atuendo es el uniforme idóneo para una persona preparada para lo que venga.

A las 11 a. m. de uno de los primeros días de enero, estaba detrás de una urna en Zapote; una semana después su ubicación geográfica sería en Palmares. Su cara apenas se reconoce detrás de una robusta montaña de carne y vegetales. Su semblante lo difumina el vapor. Rafaela prepara alimentos en la plancha. Mientras sus manos se mueven de la manera correcta para no quemar la proteína pero igual lograr que las verduras queden en su punto, sus ojos se clavan en el chinamo que está enfrente. Un muchacho de 23 años trabaja en la caja.

El joven es su hijo. Su hijo es su orgullo, el más inmenso. Ellos son compañeros de trabajo, eso sí, solamente cuando él está de vacaciones universitarias. El muchacho de Rafaela está muy cerca de convertirse en arquitecto y la carrera se ha sustentado, principalmente, con trabajo duro en chinamos de una mamá determinada en la realización de su única descendencia.

Ella empezó picando verduras en los chinamos. Eso fue hace 18 años, cuando su hijo tenía apenas cuatro. Lo más difícil fue el tiempo, porque o trabajaba, o llevaba sustento a la casa. Así de real. En los trabajos de las fiestas encontró su única opción laboral y la supo aprovechar. Rafaela ha crecido mucho en el oficio.

Rafaela Herrera es una mujer reservada que escatima palabras en sus respuestas puntuales.

Ella hace su trabajo en silencio. Cocina en la plancha y está atenta por si llegan proveedores a los que debe atender. Su experiencia le permite ser jefa de personal de los chinamos.

En el chinamo de enfrente, envuelto en el trajín de cerciorarse que todo marche bien, está Franco Angulo, el propietario de los cuatro chinamos que forman El Shaddai. Cuenta que, aunque él es la cabeza de todo, su apoyo seguro son las personas que permiten que su negocio funcione. Rafaela es una de las piezas principales del reloj que consigue que minuto tras minuto, cada uno de los más de 120 funcionarios de los cuatro grandes puestos, realicen una función indispensable: picar repollo, hacer algodones, forrar de aluminio las urnas, hacer la masa de las pupusas, etcétera.

Del total de empleados, 40 son fijos y están en planilla. Franco viaja con ellos por todo el país donde se realizan fiestas cívicas o pequeños turnos. Para Zapote y Palmares contrata, por tiempo definido, entre 80 y 100 personas con el fin de que realicen distintos oficios. Ellos cuentan con una póliza temporal. Las jornadas son largas para todos, el aliciente, dice Franco, llega al final de temporada, cuando cada quien recibe su remuneración.

En el caso de algunos trabajadores, como en el de Rafaela, el pago de cada temporada se traduce en nuevos peldaños que intentan ayudar a construir el futuro profesional de su hijo.

El poder en los dedos de Fino

Cuando la luna empieza a brillar la adrenalina sube. La noche es el momento en el que los más juguetones apuestan a que podrán subirse en la Tagada, estar de pie mientras se acciona y saltar durante las vueltas más bruscas. En el sector de los juegos mecánicos de Ciudad Mágica no hay humo de parrillas ni olor a carnitas, pupusas o churros. En este espacio se despierta el hambre, pero por la diversión.

Dentro del centro de control del juego mecánico hay un hombre preparado para la faena de la noche. Debe estar atento y cuidar la velocidad con la que maneje el chúcaro juego. Fino, como todos lo conocen, tiene que ser atinado y prudente.

De sus 33 años ha dedicado 15 al cuido y manejo de los juegos mecánicos. Es un tipo que emana felicidad y entusiasmo. Se llama Ebrin Barreto y es claro ejemplo de que para controlar un juego grande y brusco no se necesita gran estatura, basta con ser cuidadoso y hábil.

La tagada es su responsabilidad y su amiga. Su cercanía es tanta que duermen juntos. Ebrin trabaja para Ciudad Mágica y este empleo implica ser un nómada que se asienta por semanas en distintos puntos del país. Ha aprendido a vivir ligero; su hogar es un pequeño contenedor en el que tiene una modesta cama. Allí descansa cuando no está trabajando.

Este hombre entiende que la responsabilidad está en sus manos, por ello, respeta al juego porque este es “un aparato que si no se manipula bien, puede ser peligroso”. También lo disfruta.

“Es bonito porque es adrenalina. La idea no es golpear ni maltratar. Considero que este es el mejor juego del país. Si uno no lleva la Tagada a una fiesta, la gente se enoja. Uno trabaja divertido y ve a la gente disfrutar”.

Acá no hay margen para la desconcentración, este aparato tiene mucha fuerza. Trabaja manual. Depende de los dedos de quien lo opere. "No cualquiera lo maneja. Trabaja a puro aire, hay que tener las medidas de los botones porque si uno aprieta muy duro puede golpear demasiado a una persona: yo estoy atento a la gente. Yo dejo que se pongan de pie en el juego cuando saben hacerlo y caer. O si no, automáticamente los siento porque son un peligro para la gente que va sentada y para ellos mismos ”, cuenta mientras sonríe.

Fino es muy entusiasta, disfruta del oficio y de la oportunidad que este le concede de conocer personas, ganar amigos y de ser un trotamundos: conoce cada rincón de Costa Rica y también ha viajado a Panamá gracias a los juegos mecánicos. Paso Canoas, entre Puntarenas y Chiriquí, es un sitio especial para Fino, allí vive su única hija, a quien puede ver muy poco.

Dependiendo de las fiestas en las que esté, el trabajo es, sobre todo, nocturno. En Zapote y Palmares el día arranca a veces cerca de mediodía. Cuando están en turnos, la jornada inicia a las 5 p. m., lo que permite a este guanacasteco salir a conocer el pueblo en el que está, ir al cine o solamente descansar.

“En vacaciones uno se va para donde su mamá. Pero eso es quizá una vez al mes”, cuenta.

Con constantes sonrisas y reiteradas muestras de gentileza, Ebrin parece ser una persona alegre. Ahorita se siente estable con su vida y su trabajo. Eso sí, admite con franqueza que va a llegar un momento en el que deba irse y dejarlo todo, incluyendo a su revoltosa Tagada.

“Luego hay que buscarse otra vida, porque no creo que una mujer le vaya a permitir a uno andar en esto. ¿Se imagina?”, dijo entre risas.

Los ojos protectores de Óscar

El día empieza temprano para los juegos mecánicos. Aunque funcionan, generalmente, luego de mediodía, quienes los manejan tienen que velar por que amanezcan bien.

Óscar Cortés, de 40 años, es el jefe de operaciones de Ciudad Mágica. Su trabajo es uno de los más importantes, pues debe supervisar cada uno de los aparatos y asegurarse de que su funcionamiento sea el ideal para garantizar la seguridad de los adultos y niños que los usen. Sus celestes ojos lo ven todo.

Desde hace tres años este limonense viaja con los aparatos mecánicos y cuida que todo esté en su sitio para así anular riesgos de accidentes. Los funcionarios del Ministerio de Salud le visitan cada mañana para supervisar que las normas de seguridad se cumplan.

“El encargado de cada aparato va a chequear los motores. Ver si el juego está recalentado, principalmente cuando estamos en fiestas tan grandes como las de Zapote o Palmares. Esto es como si fuera Riteve, el juego se revisa cada dos horas”, dice con mirada seria.

A los pies de un carrusel, Óscar afina su vista y repara en cada detalle. Está acostumbrado a controlarlo todo. Mientras describe su trabajo y relata sus vivencias, hace señales enérgicas con los dedos y brazos para que los muchachos que están revisando los rieles de la montaña rusa, realicen su faena con la máxima pericia.

“Yo ando vigilando que mis compañeros hagan las cosas bien. Lo primero es el bienestar de la gente. No nos podemos descuidar un segundo. Nada ha pasado gracias a Dios. Si hay que parar un juego, lo paramos”, cuenta mientras intenta paliar el calor de una mañana de enero.

Usa zapatos cómodos, camiseta y un pantalón flojo. Es probable que la recomendación de dar 10.000 pasos al día sea superada por este correcaminos. No para en todo el día. La piel se le torna bronceada, el color se lo ha fijado el sol al que se expone varias horas en medio de toda la tarea.

Empezó en este trabajo haciendo unas vacaciones y terminó quedándose. El ingreso y la estabilidad que le genera este extenuante oficio le garantiza el alimento de su familia: esposa y seis hijos. Todos están en Limón y a veces la agenda está tan apretada, que se ven una vez en dos o tres meses, debido a que en uno o dos días libres, difícilmente lograría ir y regresar. Para su suerte, las videollamadas le aseguran seguir casi en tiempo real el crecimiento de sus hijos de 19, 18, 14, 11, 10 y 3 años.

Es difícil, por supuesto, principalmente por no poder dar a su esposa el acompañamiento presencial que se requiere para la crianza de los niños.

“Le mando plata todas las semanas. A veces se siente mal porque yo estoy lejos de Limón y asume todo el cuidado sola. Pero entramos en razón y entendemos que el esfuerzo de trabajar lejos de la familia es por el bienestar de los hijos”, dice mientras mira el horizonte y no los juegos mecánicos.

En esta temporada de fiestas 2018 y 2019 Óscar realizó sus comprometidas actividades con una motivación: su hijo Óscar Yordany, de 18 años, vino de Limón para trabajar con un grupo de chicos que acomodan los carros chocones. Eso sí, esta coyuntura es provisional, porque Óscar quiere que su hijo se dedique a estudiar.