Una pareja de tacones entra a sala de emergencias con una importante fractura que podría pensionarlos antes de tiempo.
Minutos después, llega una sandalia zonta; sufre sobremanera debido a un evidente desprendimiento de suela que amenaza con hacerla pasar a mejor vida. Otra bota descosida pide a gritos pegamento y costura, pero la fila de atención se hace larga y será hasta un par de horas después que la paciente de cuero pueda recibir la atención que requiere con urgencia.
Las consultas y las operaciones como las anteriores, abundan en el Hospital del calzado Yiré, en pleno centro de Coronado.
Ya han pasado 18 años desde que Wílmer Jaenz Coronado convirtió sus ahorros en esta pequeña pero cotizada zapatería.
El nicaraguense llegó a Costa Rica con la ilusión de emular el negocio del cual su padre es propietario en Boaco, al este de Managua. Acá, el hijo logró su cometido abriendo el local a la puerta de su casa.
Como muchos de los zapateros en Costa Rica, Jaenz dio sus primeros pasos en Nicaragua, donde la industria del zapato artesanal se desarrolló con más rapidez que en nuestro país.
Junto con Wílmer, otros tres trabajadores pasan las mañana y tardes haciendo remiendos y correcciones, según los pedidos de sus clientes. A veces se aferran a una máquina manual “de brazo”, pero en otras ocasiones, hacen toda la labor en una maquinaria eléctrica.
Por las mismas herramientas pasan también los calzados de jóvenes “mejengueros”, otros provenientes de pies de empleados y trabajadoras ejecutivas, así como zapatillas más informales que solo salen de la casa para hacer mandados y visitas a los vecinos.
“En el mercado local hay mucho zapato de mala calidad; a veces la gente nos trae aquí tenis que se están despegando a pesar de que tienen pocos días de uso, por eso es que nunca nos faltan los clientes”, afirma Jaenz, al contar en breve las afecciones que aquejan a muchos de los zapatos que pasan por sus manos y por su hospital.
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En la misma zona del cantón lechero pululan los negocios de esta naturaleza, señal inequívoca de que la demanda de servicios para los zapatos es alta en la región.
Apenas 100 metros hacia el este, hay otro local esquinero que atiende los mismos síntomas para el mismo tipo de pacientes, mientras que, a pocas manzanas, un tercer establecimiento ofrece trato especializado en “calzado de cualquier tipo”.
Como sucede en estos locales de Coronado, el oficio de zapatero se rehúsa a morir, a pesar de su innegable esencia a antaño, que lo convierte casi en una tradición folclórica.
Otra prueba de la persistencia y sobrevivencia del oficio de zapatero la da Alonso Bolívar Gutiérrez, quien tiene 77 años de edad y lleva más de medio siglo como propietario de un local que ha rondado por varios puntos de San Pedro de Montes de Oca, donde son pocos los negocios tan longevos.
Cuando tenía 24 años de edad, abrió su primer local de atención de calzado; se llamaba “La estrella” y se mantuvo inamovible durante 40 años, siempre ubicado 50 metros al oeste del antiguo Banco Anglo, sobre la avenida central. Desde hace ocho años, su zapatería cruzó la calle y pasó a llamarse Bolívar.
Un lunes a las 9:45 a. m., la fila en este establecimiento es de cuatro clientes, pero, dice don Alonso, que a veces la hilera llega hasta la acera, y no es que la atención sea lenta, sino que sus servicios son muy solicitados. “Nunca falta la clientela”, celebra él.
Dos repisas lucen repletas de órdenes por entregar, todas en bolsas de diferentes colores, esperando únicamente por sus dueños y por un par de pies que los devuelvan a su oficio de hacer más cómodo cada paso.
Como en muchas otras zapaterías, no solo el calzado recibe atención. A este se suman salveques, bolsos, maletines y carteras, que parecen ser primos de las zapatillas y botines. Esperan una reparación de zípers o un reemplazo de costuras.
“Una quijotada”
Entre los zapateros, están los remendones, pero también hay otros fabricantes locales, que laboran en talleres más amplios y cuentan con un buen catálogo de cueros, cuerinas y hasta materiales sintéticos.
“Somos pocos los que hacemos la quijotada de fabricar”, afirma Rigoberto Lazo, propietario de la marca Lazo. Su centro de confección se ubica en el barrio Los Ángeles, en San José, y sus productos finales se distribuyen en una tienda en el Mall San Pedro.
Él es miembro de la segunda generación de una familia que por años se ha alimentado gracias a los zapatos.
“Mis papás no querían que nosotros nos dedicáramos a la zapatería por la dificultad y el sacrificio que se requiere. Todos los días, papá se levantaba a trabajar a las 5:00 a. m. y se acostaba a las 11 p. m. casi sin haber descansado. Mamá le ayudaba como costurera. Gracias a ellos, en mi casa nunca nos faltaron ni comida ni zapatos”, cuenta Rigoberto, quien administra el negocio.
Semanas atrás, Lazo asistió junto con varios colegas, a la presentación del proyecto de ley que pretende declarar el 25 de octubre Día Nacional del Zapatero . El mayor propulsor de esta propuesta es Claudio Monge, diputado del Partido Acción Ciudadana. Su iniciativa pretende hacer réplica del día en que la Iglesia Católica celebra a los santos Crispín y Crispiano, quienes durante el siglo III, además de evangelizar en el imperio romano, confeccionaban zapatos por las noches.
El texto de este proyecto asegura que, para 1927, en Costa Rica existían 2.089 zapateros, que se dividían labores en 131 zapaterías. Para 1950, el número de dedicados a este oficio había crecido a 3.667.
Los últimos censos no dan cifras exactas sobre cuántas personas se dedican actualmente a la zapatería. Sin embargo, quienes lo ejercen aseguran que su gremio se ha reducido.
Pese a ello, hay jóvenes que se han encargado de mantener viva la profesión del zapatero; tal es el caso de José Luis Zawate Alemán, quien es propietario de la marca Zawate desde que abrió, hace 12 años.
Aunque por mucho tiempo pensó que se mantendría alejado de lo que hacía su padre, José Alemán Reyes, fue inevitable que heredara la vocación zapatera de este, quien hoy tiene 74 años y no se retira del oficio. Más aún, es la mano derecha de su hijo, junto con un amigo de la tercera edad.
De su progenitor y de otros zapateros veteranos, este joven aprendió algunos vocablos dignos de un glosario exclusivo del gremio; por ejemplo “hacer planchas”, que se dice cuando alguien hace un “extra” al pasar un día completo haciendo zapatos.
Otro término es el de “refis”, que equivale a hacer un arreglo. Por lo tanto, hay días en que son muchos los “refis” que hay que agendar, ya sea cosiendo, pegando, ensamblando y muchas veces colocando tapas para tacones, algo que resulta más común de lo que se cree.
“Los zapateros de antes decían que si el zapato no era de cuero, no era zapato. Me costó que mi papá empezara a probar con materiales diferentes, como los sintéticos”, asegura Zawate , quien, entre sus diseños, emplea materiales como llantas de avioneta y componentes de sombrillas.
De su taller, en barrio Córdoba, cada mes salen cerca de 50 pares de zapatos por encargo, mientras que otros clientes llegan con la solicitud de que salven zapatos que están por fallecer. “A veces hay que hacer milagros con reparaciones, porque hay algunos que se gastan muy rápido”, comenta.
Pone como ejemplo las zapatillas tipo “bailarina”, generalmente hechos en China.
En esos casos, los remendones les cambian la plantilla de cartón por una de cuero, le ponen una suela de fábrica o de avioneta, y al final, queda un híbrido que termina siendo un zapato chino-intervenido.
“Si no se hace eso, el zapato puede llegar al final de su vida útil muy pronto”, dice José Luis.
El joven no duda al decir que el trabajo de zapatero se valora cuando se da un buen servicio. Con él coinciden otros colegas consultados, quienes saben que su labor es bien apreciada con solo que los clientes se pongan en sus zapatos.