De la vez que perdí la billetera en una ciudad que ni podía pronunciar…, y la recuperé

Para mi último día en Kaohsiung, Taiwán, me determiné a vivir como un local. Visité el templo, comí en la calle y hasta lavé la ropa. Ese día también extravié mis documentos.

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Mi amiga y yo estamos sentados en una acera al frente del local Los Litros, ubicado en Barrio Dent. Los jóvenes a nuestro alrededor disfrutan de un generoso cóctel servido en un vaso de plástico, mientras que de sus carros emanan las voces de Bad Bunny, Nicky Jam, J Balvin y Ozuna.

Al lado de la venta de licores hay un restaurante de Street Food y en la entrada está el maquillista Alex Badilla con sus amigos, el chico lleva uno de esos atuendos femeninos que lo hicieron tan controversial en redes sociales, desde hace ya un par de años. Todos la están pasando bien y los carros son tantos que ya nadie cabe en la cuadra.

Es la noche del último martes de noviembre, hace frío y yo con, 29 años, ya me siento muy viejo para estar acá, pero tenía muchas ganas de contar mi historia. Además diciembre estaba a la vuelta de la esquina, así que ¿por qué no?

–“¿En dónde fue que perdió la billetera?”, me pregunta mi amiga después de tomarse el último sorbo de la botella de cerveza que compramos a medias.

– En Taiwán, la perdí en Taiwán, en una acera de la ciudad de Kaohsiung.

–¿De dónde?

–En Kaohsiung, se pronuncia como Cauo- chiun… bueno creo. Es una ciudad portuaria al suroeste de Taiwán. Es muy tuanis, porque combina lo moderno de Asia con algunas atracciones culturales como templos budistas y restaurantes de antaño. Ahí fue donde se me perdió la billetera.

– Obvio. Típico. Es que no podía ser un viaje suyo si no perdía algo. ¿Pero qué andaba haciendo allá?

– Viendo a maes jugar videojuegos.

– ¡¿Qué?!

– Es una larga historia.

– Bueno, cuente. Pero suave, suave. ¿Taiwán es un país, verdad?

–Digamos que sí, aunque solamente 18 países lo reconocen como una república independiente, el resto– incluido Costa Rica– lo ve como una extensión de la inmensa China y su número de aliados disminuye cada vez que revisó en Google. De hecho Taiwán y Costa Rica fueron aliados por más de 50 años; sin embargo todo terminó hace 13, cuando Óscar Arias prefirió aliarse con China pues “era una oferta comercial que se adaptaba más al presente que atravesaba el país”…, además nos construyeron un estadio muy bonito.

–¿Y se la juega usted con el mandarín?

– Obvio no, lo único que podía y puedo decir a la fecha es xie xie, que se pronuncia como chie chie, eso es “gracias”. Lo bueno es que ahí hay mucha gente que maneja el inglés. Pero bueno, ¿me va a dejar contar la historia o qué?

– Sí, sí, cuente.

El último día en Taiwán

Fui a Taiwán para cubrir la décima edición del mundial de deportes electrónicos, en la que Costa Rica participó con su delegación del videojuego League of Legends. A los ticos les fue bien, pasaron por primera vez a los octavos de final, en los que cayeron ante la representación de Rumania.

Uno sabe que la práctica va en serio cuando la presidente del país, Tsai Ing-wen, viaja al extremo sur de la isla para inaugurar un certamen de e-Sports. De hecho una de sus promesas de campaña era oficializar la unión entre personas del mismo sexo y reconocer a los videojuegos como deportes y, pues bueno, ya cumplió ambas.

Después de terminar el mundial, conquistado por Corea del Sur –obvio–, tuve un día para conocer Kaohsiung. Entonces me determiné a vivir ese día como un local. La idea era almorzar y cenar en la calle, visitar el gran templo de Buda, recorrer la ciudad en bicicleta y, por último, lavar ropa en una lavandería de barrio mientras me fumo un par de cigarrillos, como todo un taiwanés.

El sol en Kaohsiung sale a las 4:45 a . m. Desde mi ubicación, en el piso 63 del hotel más grande la ciudad, Sky Tower 85, se puede observar como las arterias y las venas de la ciudad se empiezan a popular con miles de scooters, el medio de transporte convencional de la Isla. Todos viajan en un scooter: mensajeros, las madres que dejan a los niños en el colegio, pueden ir hasta cuatro personas encaramadas en este medio de transporte tan popular que no solo utiliza las calles sino también las aceras... hay que tener mucho cuidado.

Lo espacios públicos están abarrotados con rótulos y vallas publicitarias con imágenes de políticos. En cuestión de una semana habrá elecciones municipales y un referendum de diez preguntas que tiene a la opinión pública dividida.

La brisa mañanera trae el aroma a sal y las aceras rápidamente son tomadas por pequeños chinamos que ofrecen comida rápida popular, denominada Street Food.

Esta oferta gastronómica es muy accesible; generalmente uno de esos bocadillos pueden costar entre 50 a 100 dólares taiwaneses, lo cual equivale a ¢750 a ¢1500.

Como es una ciudad que limita con el mar hay gran variedad de mariscos frescos, eso sí, hay que tener cuidado con lo que le están vendiendo. Es comida de la calle, después de todo.

****

Mi amiga me interrumpe de golpe para hacerme la misma pregunta que todas las personas me han hecho desde que regresé a Costa Rica.

– ¿Comiste perro?

–No lo sé. Me gustaría creer que no; sin embargo en el hotel me advirtieron que a veces la carne de chivo la suelen sustituir por la de perro y sopa de chivo fue lo primero que cené en la ciudad.

– ¿Y a qué sabe?

– Pues a cordero.

– Hmmm. Bueno, siga.

*****

El templo

Pero no solo hay Street Food. Taiwán es un país impregnado por la influencia norteamericana: hay McDonald’s, Starbucks, KFC y hasta Subway, lo malo es que no te aceptan los puntos que acumulás en Costa Rica.

La generosa oferta gastronómica extranjera fue la razón que me motivó a visitar el templo, precisamente, para escapar de la parte más comercial de la región y dar con lo verdaderamente autóctono de Taiwán.

Salí del hotel temprano y ligero. Desayuné unos dumplings (panecillos) acompañados con unos camarones envueltos en huevo. Revisé en Google Maps la ubicación del bus que tenía que tomar para llegar hasta el distrito Dashu, donde reposa la gigantesca estatua del profeta. El clima era caluroso, unos 25°, pero las corrientes de viento lo hacían llevadero, era como andar en Puntarenas.

Antes de salir, le consulté al botones del hotel, Lee, que me indicara la dirección de la estación de buses. Lee es un joven de 20 años que aprendió hablar inglés en una pasantía en Singapur y trabaja medio tiempo en la torre para pagarse los estudios. El chico me recomendó llevar el dinero exacto para los pasajes pues los choferes no dan vuelto y por último me deseó buena suerte.

Llegué a la 1 p. m. al templo. No va a creer el colerón que me llevé cuando lo primero que vi en la entrada del recinto fue un bendito Starbucks y otras tiendas de souvenirs. Y aunque estuve tentado de comprarme un americano venti, preferí seguir el camino pavimentado hasta llegar a la gigantesca estatua esculpida en oro del progenitor del budismo.

Justo antes de llegar al monumento fui interceptado por un espigado neozelandés que respondía al nombre de Craig Kiwicraig. El extranjero me bombardeó con un montón de datos que yo no le pedí, luego me explicó que estaba haciendo un voluntariado en el templo y uno de sus trabajos era guiar a los turistas que no manejaban el mandarín.

Craig me explicó que el templo es la sede de una de las diez reliquias del budismo, pues ahí reposa un diente del profeta. Por esta razón este lugar es visitado por millones de creyentes a lo largo del año– un negocio redondo para Starbucks–.

Antes de partir, Craig me invitó a cenar con los monjes del convento. En principio me dio mucha pena pero luego acepté y además tenía muchísima hambre. Así que ascendimos hasta el monasterio, el cual está a dos kilómetros de la estatua.

En el camino, Craig me contó que toda su vida se la ha dedicado a viajar para conocer el mundo, que esta era su segunda visita a Taiwán y que ya había visitado toda Centroamérica. Por esa razón era voluntario en el templo, porque los monjes hospedan a todo aquel que quiera colaborar de alguna manera en las labores que demanda el recinto.

A uno le dan una porción de arroz, una sopa y unos vegetales salteados– ellos no comen carne–. Se conversó poco, lo único que se escuchaba en el comedor es el sonido de los palillos cuando chocaban contra el plástico de los platos.

Antes de llegar al comedor del monasterio, Craig afirmó fervientemente que hay que tratar a cualquier turista con la hospitalidad que uno esperaría recibir cuando se está lejos de casa.

“Algo interesante del budismo es que los monjes te aceptan independientemente si sos católico, musulmán o judío. No importa lo que tengás, seás o lo que hayás hecho, el budismo siempre te recibirá con los brazos abiertos”, enfatizó mi guía importado de Nueva Zelanda.

La ceremonia fue bastante solemne, los monjes entraron en procesión, le rindieron una oración a Buda y luego se sentaron a comer. Durante la cena hay un docena de monjes que se encargan de servir la comida. A uno le dan una porción de arroz, una sopa y unos vegetales salteados– ellos no comen carne–. Se conversó poco, lo único que se escuchaba en el comedor es el sonido de los palillos cuando chocaban contra el plástico de los platos.

Después de terminar la comida, Craig me escoltó hasta la parada de buses para regresar a la Torre. Intercambiamos contactos de nuestras redes sociales y nos despedimos. Un gran tipo.

Cuando ingresé en el transporte repasé mentalmente mi itinerario, solamente me faltaba lavar la ropa, dormir y luego regresar a Costa Rica.

Tenía unas cuantas horas de sobra, así que me envalentoné a bajarme del bus unos 10 kilómetros antes del hotel, para rentar una bicicleta y pedalear a lo largo de la ciudad.

Rentar una bicicleta en Taiwán es muy sencillo, las ciudades están repletas de pequeñas estaciones con bicicletas. Lo único que se tiene que hacer es introducir una tarjeta de débito o crédito para sacar un vehículo, el cual se puede devolver en cualquier otra estación con solo introducir la misma tarjeta. Pan comido.

Cuando el sol se pone, Kaohsiung es iluminada por los mercados nocturnos. Los gigantescos centros comerciales que importan marcas estadounidenses o europeas como Gucci o Tommy Hilfiger son los más concurridos por los taiwaneses.

El movimiento no cesa, los locales aprovechan para tomar un respiro en un restaurante local o en una soda para tomarse un té frío o una cerveza mientras se fuman un cigarrillo. El público más juvenil frecuenta karaokes o se estaciona en un parque para practicar algún baile de pop coreano. A lo largo de la ciudad se realizaban plazas públicas para las elecciones. No queda la menor duda que esta ciudad crece y de manera vertical.

La noche era fresca y a pesar de estar lejos de casa me sentía seguro de perderme en los callejones o de atravesar puentes peatonales sin temor a nada. Ese fue el primer momento en el que realmente sentí envidia por lo asiáticos y su apropiación del espacio público.

Después de recorrer una hora y media en bicicleta, me bajé para comprar un té helado y enrumbarme hacia el hotel. Entré a una especie de pulpería que quedaba en la misma cuadra que un 7 Eleven.

Me atendió un señor que fumaba un cigarrillo mientras cortaba un rábanos. El encargado veía desde una pantalla pequeña un noticiario que mostraba la imagen de Donald Trump y el presidente de China, Xi Jinping

Puse el envase en el mostrador y cuando estaba a punto de pagar los 35 centavos taiwaneses que costaba el refresco, un frío atravesó mi espina dorsal, le di palmadas a todos mis bolsillos e hice una mueca que quizá ofendió al cajero. Había perdido mi billetera.

¿Ahora qué hago?

“¡Mae, perdí la billetera!”, le dije al encargado de la tienda en español fluido; el taiwanés frunció el ceño y algo me dijo en mandarín que no entendí. Posteriormente, reformulé el enunciado en inglés y el cajero me indicó que tenía que ir a la estación de policía más cercana, la cual estaba a tres cuadras.

Antes de salir de la tienda, cancelé mis tarjetas del banco y avisé en el chat de la familia que iba a regresar a Costa Rica sin un cinco. A la comisaría llegué caminando, ya no tenía ganas ni de pedalear. En el trayecto me imaginaba una acera con todos mis documentos esparcidos, mi cédula, la tarjeta de débito, el gafete del periódico y mi ahorro en puntos de Subway. Fijo ya un carro le pasó por encima. Qué manera de arruinar un gran día.

Al llegar a la jefatura me atendió un policía que no hablaba inglés pero me dijo que esperara un minuto mientras buscaba a alguien que me entendiera.

Un frío atravesó mi espina dorsal, le di palmadas a todos mis bolsillos e hice una mueca que quizá ofendió al cajero. Había perdido mi billetera.

Fue el primer momento en todo el viaje en el que me sentí molesto. Mientras esperaba, veía desde la ventana de la comisaría una tumbacocos de algún político que tenía un jingle con el mismo tono de la canción Los pollitos dicen, mientras los transeúntes no le prestaba mayor atención y a mí me resultaba genuinamente incómodo. Todo estaba mal.

Un oficial que hablaba inglés me sacó del trance y me preguntó que necesitaba. Cuando le dije que fue lo que me pasó, que no podía devolver la bicicleta, que el jingle de los pollitos me parece incómodo y que no sé donde están mis documentos. El oficial solamente asintió y le contó al resto de sus compañeros sobre mi caso.

“Puede dejar la bicicleta aquí y de eso nosotros nos encargaremos. Por cierto, tenga por seguro que la policía de la ciudad de Kaohsiung va a hacer todo lo posible para encontrar sus documentos”, afirmó el policía.

El policía lo dijo con tanta seguridad que yo me asusté.

****

Mi amiga volvió a interrumpir mi relato:

– Wow, ¿qué les dijiste?

– ¿Qué más? Lo único que sabía decir en mandarín: xie xie (gracias)

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La policía me ofreció dejarme en el Sky Tower 85, pero rechacé la oferta para caminar un poco y despejar la cabeza.

Al llegar al hotel le conté todo lo ocurrido a mi compañero de habitación Jean Carlo– quien tomó las fotografías de este artículo–. Tras estallarse de la risa por mi mayúsculo descuido, me ofreció unos $20 para que me pudiera “defender” en el viaje de regreso.

Eran las 10 p. m. Jean Carlo me acompañó a la lavandería más cercana. Intercambiamos unas monedas por unos jabones en polvo. Nos compramos una Coca Cola y un paquete de cigarrillos e hicimos un recuento del viaje mientras veíamos como las máquinas le daban vueltas y vueltas a la ropa.

Una hora después estábamos de regreso a la habitación. Estaba exhausto, me duché con agua caliente, me eché a la cama y me dormí inmediatamente.

A la madrugada siguiente el bus que nos iba a dejar al aeropuerto salía a las 5:30 a. m . Me desperté, me cepillé los dientes y bajé apresurado hacia el lobby. Antes de salir, el botones Lee me detuvo por mi apellido.

En ese momento pensé que me iba a cobrar algo que quebré o perdí. Pero no tenía nada de dinero, le iba a decir que no sé, que la cuenta se la mandara a Óscar Arias o a Grupo Nación. Esperaba cualquier tragedia, todo, menos el verdadero desenlace de esta historia.

“¡La policía, Mr Andrés, la policía! Ellos encontraron su billetera y aquí está”, me informó Lee mientras corría hacía mi dirección con la billetera en la mano como si fuera una estafeta en una carrera de relevos. Los dos estábamos tan felices como sorprendidos. De pronto todo volvió a ser perfecto.

“Alguien encontró su billetera en la madrugada y la fue a dejar a la comisaría de policía, los oficiales vinieron aquí hace apenas una hora. Llamamos a su habitación pero todos estaban dormidos. Revise si está todo”, me explicó en su inglés fluido.

Tras hacer un rápido inventario me sorprendí aún más. Todo estaba en su lugar. TODO. Los 400 dolares taiwaneses, las tarjetas de crédito, los puntos de Subway y el gafete del diario. Hasta la Santa Lucía envuelta en aluminio que me regaló mi abuela en enero. Todo estaba en su lugar.

En ese momento las palabras del neozelandés resonaron de golpe en mi cabeza: hay que tratar a cualquier turista con la hospitalidad que uno esperaría recibir cuando se esté lejos de casa.

Kaohsiung: este despistado turista se va eternamente agradecido por su trato, educación y hospitalidad.

******

El tráfico en barrio Dent volvió a la normalidad, la fiesta del martes está llegando a su epílogo y mi amiga aún no puede creer que haya recuperado la bendita billetera.

– Eso jamás pasaría aquí. ¡Qué envidia el primer mundo!

– Sí, qué envidia Taiwán.