La primera vez que fue deportado, desde Texas a su natal México, Juan Carlos Coronilla-Guerrero tenía 18 años y la amenaza de una de las fronteras más complicadas del planeta no lo detuvo: tiempo después, volvió a ingresar a Estados Unidos y se asentó en Buda, un poblado texano, junto a su esposa. Ahí, trabajó como carpintero y crió a tres hijos. Su vida, para todos los efectos, iba en paz.
Luego, en enero del 2017, un vecino suyo lo reportó por una disputa doméstica; la policía que acudió a la escena lo detuvo y encontró un cuarto de gramo de marihuana en su posesión. Un par de meses después, Coronilla debió presentarse ante el tribunal de justicia del condado de Travis. Solo meses antes, el trámite hubiera sido rápido y sencillo: Coronilla habría pagado una multa y hubiera seguido con su vida; Travis era una “jurisdicción santuario”, en la que los inmigrantes que no habían cometido crímenes graves estaban a salvo de las políticas de deportación.
Pero para entonces las cosas habían cambiado, porque para entonces Donald Trump ya era presidente de Estados Unidos. Tan pronto asumió la Casa Blanca, Trump ordenó terminar las jurisdicciones santuario. De pronto, Coronilla se había presentado a una sala de juicio plagada de agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés).
El proceso legal de Coronilla siguió su cauce normal; sin embargo, mientras salía de la corte, dos hombres lo interceptaron dentro de un elevador. Allí, se identificaron como agentes de ICE y lo arrestaron por haber reingresado al país luego de haber sido deportado, algo que es considerado un delito.
La esposa de Coronilla le rogó a un juez federal que perdonara a su esposo y que cancelara la orden de deportación. Grupos de crimen organizado controlaban el pueblo donde vivía en México. Los deportados solían ser blanco de las pandillas, que asumían que sus víctimas tenían dinero por haber trabajado en Estados Unidos. El juez ignoró la petición de la mujer. Coronilla fue deportado en junio.
Solo tres meses después, hombres armados irrumpieron en su casa y lo despertaron. Coronilla dormía en su cama. Su cuerpo fue hallado después, destrozado por las balas.
La esposa de Coronilla, cuyo nombre no se reveló para proteger su identidad, debió regresar a México para reclamar el cuerpo, exponiéndose ella misma a tener el mismo fin. “Era un hombre bueno”, dijo la mujer. “Ahora tengo que preparar su funeral”.
Fronteras crueles
Esta semana, la revista New Yorker publicó una investigación realizada por Sarah Stillman, directora del Proyecto Migración Global, de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en la que se da cuenta de una serie de historias de inmigrantes que han sido deportados de Estados Unidos solo para encontrar la muerte casi de inmediato en sus países de origen; es decir, personas que, al ser detenidas y deportadas en Estados Unidos, están siendo, en la práctica, condenadas a morir.
El artículo, titulado No refuge (Sin refugio) es, por supuesto, una respuesta a las fuertes políticas migratorias de Trump, quien labró su camino a la presidencia de Estados Unidos explotando miedos y ansiedades en la población blanca de su país, haciéndole creer a sus simpatizantes que el país se encuentra bajo ataque por parte de los inmigrantes.
Durante su campaña, Trump prometió deportar a todos los criminales que se encuentran ilegamente en el país y “salvar vidas estadounidenses”. Así, tan pronto comenzó su mandato, el Departamento de Seguridad Nacional creó una oficina para las víctimas de crímenes cometidos por inmigrantes indocumentados. La oficina se dedica a llevar registro de los crímenes cometidos por personas con situación migratoria irregular en Estados Unidos (los datos que esta misma oficina ha compilado revelan que, en realidad, los ciudadanos estadounidenses cometen muchos más crímenes que los inmigrantes).
Sin embargo, reveló la investigación de Stillman y su equipo, no existe iniciativa alguna para registrar las violaciones legales cometidas por el gobierno de Estados Unidos en contra de estos inmigrantes... ni sobre lo que muchos de ellos padecen tras su deportación.
Fuego y sangre
A finales del 2011, Ana López escribió una carta al gobierno estadounidense. Dos meses antes, ICE había deportado a su hijo Nelson Ávila López, de 20 años y homosexual, a Honduras.
Nelson había escapado del país tres años antes, tras recibir numerosas amenazas de muerte de parte de grupos de pandillas, por su orientación sexual. Ingresó a Estados Unidos de forma ilegal y fue ordenada su deportación, hasta que un juez federal le permitió permanecer en el país como una situación de emergencia, lo que le daría tiempo para solicitar asilo.
Sin embargo, en el 2011, Nelson fue deportado. Un agente de ICE dijo a su familia que la deportación fue consecuencia de un error en el sistema, pero eso no evitó que el muchacho fuera enviado de regreso a Honduras.
“La vida de mi hijo corre peligro”, escribió Ana en su carta, en la que clamaba que la decisión fuera revertida. Sus esfuerzos fueron en vano.
Dos meses después, Nelson murió en un incendio en una cárcel, junto a otros 350 presos. Nelson había sido detenido por el gobierno hondureño durante una redada en la que fue confundido con miembros de una pandilla. Quienes lograron sobrevivir al incendio aseguran que la tragedia fue provocada y que los guardias de la cárcel poco hicieron para evitar que los presos murieran calcinados en sus celdas.
Historia
La afluencia de inmigrantes como Nelson, provenientes del triángulo norte centroamericano –formado por Guatemala, El Salvador y Honduras– se ha quintuplicado durante la última década; los migrantes intentan escapar de una de las regiones más violentas del mundo –de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas, los tres países cuentan con algunos de los índices de homicidios más altos del mundo–, temerosos por sus vidas y el bienestar de sus familias.
Para estas personas en particular, la deportación significa mucho más que perder una forma de vida o una fuente de ingresos en Estados Unidos. Es, en realidad, una cuestión de vida o muerte.
“La deportación significa la muerte para muchas de estas personas”, dijo, en febrero del 2016, Harry Reid, senador estadounidense, al Congreso de su país. Un colega suyo, Edward J. Markey, agregó, “No deberíamos estar enviando familias de vuelta a situaciones en las que su vida corre peligro. Es anti-estadounidense”.
Es, además, ilegal.
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, la ONU estableció un principio internacional de derecho llamado no devolución, que prohíbe deportar a personas en busca de refugio cuando provienen de países donde es probable que sean torturados o asesinados. Dicho principio ayudó a definir el concepto de refugiado y a proteger a personas que temían ser perseguidas “por razones de raza, religión, nacionalidad, asociación a algún grupo en particular u opinión pública”.
En su momento, los esfuerzos para proteger a los refugiados fueron, para Estados Unidos, también un intento de compensar errores históricos. En 1939, el gobierno estadounidense rechazó a un barco que transportaba a más de 900 judíos que intentaron escapar del régimen Nazi. Al menos 200 de ellos acabaron muertos en campos de concentración.
En 1980, el Congreso incorporó el principio de no devolución en la Ley de refugiados y estableció así protocolos para proteger a las personas cuya vida corre peligro en sus países de procedencia.
Sin embargo, con la llegada de Trump al poder, cada vez son más las acusaciones de controles migratorios excesivamente duros que entran en conflicto con aquella ley. Incluso, algunas personas que han buscado refugio en Estados Unidos han recibido de respuesta “Estados Unidos ya no da refugio”, o, peor todavía, “Trump dice que no los podemos dejar entrar”.
Cada vez más, esas simples palabras se están convirtiendo, para decenas de personas, en una sentencia de muerte.
Condena
En junio del 2009, una mujer llamada Laura, de origen mexicano, fue detenida en Pharr, Texas, por adelantar un vehículo en una zona prohibida. El oficial que la detuvo, sospechando de su origen, le pidió su tarjeta de residencia. Laura no tuvo remedio más que confesar que no tenía una.
“Voy a llamar a la policía migratoria”, dijo el oficial.
Laura entró en pánico. La mujer había escapado de Reynosa, en México, huyendo de su exesposo, quien había jurado matarla si la volvía a ver.
“No me pueden enviar de vuelta a México”, suplicó, en español, Laura, de acuerdo con New Yorker. “Tengo una orden de protección contra mi ex”.
“Lo siento”, respondió el oficial, “ya hice la llamada”.
Laura fue trasladada por un oficial de migración a un centro de procesamiento, donde, según testigos, fue presionada a firmar una orden de retorno voluntario. Antes del amanecer, Laura fue trasladada al Puente Internacional McAllen-Hidalgo, que cruza el Río Grande y conecta ambos países. Laura fue forzada a cruzar el puente y a regresar a México.
Antes de cruzar, sin embargo, Laura se volvió al agente que la había llevado hasta allí. “Cuando me encuentren muerta”, dijo, “quedará en su conciencia”.
Unas semanas después, la policía de Reynosa, México, encontró un automóvil destruido en una zona alejada del pueblo. Dentro del vehículo, encontrar el esqueleto chamuscado de una mujer recién deportada.