El vínculo entre hermanos suele ser una especie de conexión atemporal revestida de un amor tan particular que puede estar teñido de diferencias en algún momento de la vida, pero que, a final de cuentas, sobrepasa todo entendimiento.
Pero ¿cómo se llevará una relación de hermanos cuando ya ambos trascendieron la frontera de los 90 años? ¿De qué conversarán, sobre todo cuando viven a cientos de kilómetros uno del otro? ¿Cómo se afronta a esas alturas la posibilidad de que cada vez que hay un encuentro, siempre está latente el hecho de que quizá, esa sea la última vez que se junten?
Una fotografía destinada a la sección de El álbum, de esta revista, venía acompañada de una frase que describía cómo don Adilio había recibido, en su cumpleaños número 100, la visita de su hermana menor, doña Lidia, quien acompañada de Marielos, una de sus hijas, le dio un vueltón al país, desde Cañas, Guanacaste, hasta Tuis de Turrialba, para honrar a su hermano y compartir con él en tan memorable fecha.
De inmediato nos saltaron las dudas y quisimos reseñar más en detalle el sentido encuentro, para lo cual nos contactamos con doña Marielos Sibaja Campos, cuyos decires comprobaron que aquella fue una especie de celebración en tono sepia, el de los miles de pasajes comunes empotrados en estampas de un pasado cada vez más lejano, el que revivieron los hermanos, más que con palabras, con miradas, silencios y prolongados abrazos.
Si bien el protagonista central de este relato es el cumpleañero, doña Marielos nos remonta al padrote de la familia por el lado materno, don Leoncio Campos, un férreo campesino oriundo de San Ramón pero asentado en El Dos de Tilarán, todo un personaje de principios de siglo por aquellos lares.
En los recuerdos de su descendencia y del anecdotario del pueblo don Leoncio se yergue como un líder muy particular porque era figura obligada en todos los funerales como rezador, sobre todo porque él complacía a los dolientes según le solicitaron, ya fuera el rezo tradicional o cantado… esta última modalidad, por cierto, debe estar en vías de extinción, sino es que se extinguió hace años.
Pero don Leoncio también era requerido como “escribidor”, ya que la fama de su elegante y prolija letra de molde también era reconocida en El Dos y más allá, sobre todo en épocas en las que la población con costos sabía leer y escribir.
Don Leoncio sí logró terminar la primaria y, aunque hasta ahí llegó, puso sus destrezas a la orden de sus vecinos.
Esto a pesar de que enviudó demasiado joven, pues su esposa, doña Perfecta Huertas, falleció a los 44 años, y entonces él tuvo que hacer de papá y mamá de nada menos que 12 criaturas, en mucho auxiliado por doña Lidia, quien entonces estaba pequeña pero que desarrolló un gran instinto maternal incluso con sus hermanos mayores, como don Adilio.
Afirma doña Marielos que esta coyuntura explica el tipo de vínculo que tienen su madre y su tío, y que se ha ido tiñendo con los años de un mayor sentido de protección por parte de ella hacia él, independientemente (o más bien, por cuenta) de que él sea mayor.
Don Adilio llegó a su cumpleaños #100 gozando de muy buena salud, cuenta la sobrina. Él trabajó toda la vida en el campo hasta hace pocos años. Desde entonces, su sencilla rutina consiste en levantarse temprano a desayunar con calma, luego espera las horas de almuerzo y cena pero, curiosamente, no es de ver televisión ni escuchar música. De carácter sereno, conversa poco con sus allegados y pasa sus horas reflexionando, viendo el paisaje, viendo pasar gente.
Doña Lidia, quien también se caracteriza por su salud de hierro, indudablemente sacó a don Adilio de su ritual diario al llegar ese primer domingo de abril.
Doña Marielos, testigo de aquel encuentro fraterno, trata de describir con palabras cómo se dio la celebración, pero ella sabe que los hermanos, quienes juntos suman casi 200 años, tienen códigos que nadie más puede comprender.
A esas edades –y esto es pura interpretación– no debe haber espacio para la euforia o la contentera desmedida. Tampoco lo hay para desgranar recuerdos. Quizá porque todo está dicho y en décadas pasadas ya tuvieron sus momentos para filosofar sobre pasado, presente y futuro.
Posiblemente esas edades están provistas de una silenciosa sabiduría. Y principalmente, de aprovechar el momento, el aquí y el ahora. Como el cafecito con comida casera que disfrutaron en el cumple de don Adilio.
“Viera que no, no conversaron mucho. Como ellos quedaron huérfanos tan pequeños, entre hermanos se cuidaron los unos a los otros, entonces a mi mamá le quedó ese instinto maternal hasta la fecha. Apenas se vieron se dieron un abrazo, y ya de ahí en adelante ella le acariciaba la cabeza, le tocaba el pelo, le preguntaba al hijo que lo cuida si estaba comiendo bien, le decía que se cuidara de estar siempre bien arropadito, por el frío. Luego almorzamos en familia con otros parientes, estuvo muy bonito… a la hora de la despedida, mi mamá le dio un abrazo larguísimo, le tocó la carita, le dio la bendición y los dos se dijeron un ‘hasta luego’… aunque yo sé que ella sabe que esta podría ser la última vez que se ven”, afirma Marielos con tono quedo, pero con naturalidad.
Lo que sintieron los hermanos al despedirse, lo abrazará cada uno en su mente y corazón.
Pero es imposible no hacer una analogía entre dos momentos, ya ambos parte de los anales del tiempo: doña Lydia arropando a su hermano cuando estaban de niños o adolescentes, y doña Lidia arropando a su hermano… casi un siglo después.