El rey frigio Midas era capaz de transformar en oro todo cuanto tocaba. Esta bendición-maldición lo llevó a morir de inanición. Nosotros padecemos de la facultad inversa: convertimos en una pila de excremento todo aquello sobre lo que se posan nuestras manos o lenguas ofídicas. Transmutamos en un vulgar comadreo de viejas de quinto patio nuestra más grande gloria futbolística: el mundial Brasil 2014.
Todos salimos perdiendo con este grotesco sainete: la afición, los jugadores, el técnico, la prensa deportiva, los dirigentes. Pero el que menos pringado salió fue Jorge Luis Pinto, en cuya palabra y gestión siempre he creído.
Keylitor, que ya debería tener una hagiografía y figurar entre los grandes mártires del cristianismo, se mostró ofendido por el trato menos que aterciopelado de Pinto. ¡Ah, pero en el Real Madrid y en el París Saint-Germain se tragaría las reprimendas sin chistar! Claro, cuando le untan a uno las manos con millones de euros anuales, se suaviza la dignidad, el auto respeto y el orgullo. A Keylor no lo recuerdo pegando el grito al cielo por agravios en sus clubes europeos. No lo recuerdo denunciando afrentas al honor.
Por otra parte, no entiendo cómo, en la apoteosis misma de su carrera (Brasil 2014), Bryan Ruiz sucumbió a esa furia epitalámica, ese furor nupcial, esa urgencia de casorio irreprimible e irracional. Hubiera conspirado contra la concentración de rayo láser que el equipo necesitaba.
Celso es el que tiene la pielcita del alma más frágil. ¿Que le dijeron que tenía cuerpo de tráiler? ¡Cielo santo: que gran oprobio! Yo tuve un profesor de piano que me decía: “Jacques, tu versión del vals de Liszt sonó como diarrea”. Pero gracias a él crecí meteóricamente en mi arte.
Nos hemos quedado sin nuestra mayor gloria futbolística.
Lancelot, Galahad y Percival, los tres caballeros del Rey Arturo, lo enfangaron y corrompieron todo.