Las malditas ideologías, la maldita política y la maldita vesania colectiva de la Guerra Fría quiso hacer de ellos enemigos acérrimos… pero prevalecieron el respeto, el afecto y la mutua admiración. Me refiero a Boris Spasski y Bobby Fischer, quienes en 1972 protagonizaron en Reikiavik - ciudad equidistante de Washington y Moscú- el llamado match del siglo por el campeonato mundial de ajedrez.
Los soviéticos habían monopolizado este juego durante 35 años, y ahora un cometa llamado Fischer amenazaba con hacer trizas la hegemonía establecida por Alekhine, Botvinik, Smislov, Tahl, Petrosian y Spasski. Kissinger llamó a Fischer para decirle que “ganar el match era una orden presidencial”.
Brezhnev le advirtió a Spasski que de perder la contienda “mejor buscara asilo político en otro país”. ¡Grandes motivadores, este par de cretinos!
Fischer ganó la colisión 12 ½ contra 8 ½. Fue recibido en su país como un héroe nacional. Spasski se mudó a Francia, bajo cuya bandera jugó durante muchos años. La gente ignora que ambos titanes se tenían profundísimo afecto. Solían llamarse por teléfono y escribirse constantemente. Fischer salió de su cueva en Reikiavik para acompañar a Spasski en un hospital parisino, donde se reponía de una severa infección renal.
Jugaron varias partidas en un tablerito magnético. Hay fotos conmovedoras de esta escena: Spasski en su lecho, conectado a una vía, y Fischer sentado en el borde de la cama, entreteniendo a su amigo.
Cuando George W. Bush ordenó el encarcelamiento de Fischer en Tokio, Spasski le escribió al presidente una carta: “Pido clemencia, misericordia para mi amigo Fischer. O bien, concédanme ser su compañero de celda, y permítannos jugar ajedrez durante su detención”.
El mundo hubiera querido verlos enemistados más allá de la muerte. El mundo siempre quiere ver sangre, odio y venganza. Pero estos dos grandes hombres le respondieron con un poema a la amistad y la fraternidad.