¡Ah, qué añoranza! Muhammad Alí fue dueño de los cuadriláteros durante los sesenta y los setenta, como Joe Louis se apropió de los cuarenta, y Rocky Marciano —invicto— de los cincuenta.
A alguna gente le cuesta conciliar el boxeo con la estética. Púgiles como Alí nos demuestran que se podía pelear hermosamente, con criterio de esteta, de bailarín, con un estilo (noción más artística que deportiva) inconfundible e inimitable. Una de las canciones que le fueron dedicadas (“Black Superman”) decía: “he flies like a butterfly but stings like a bee” (“vuela como una mariposa y pica como una abeja”). En efecto, bailaba y volaba alrededor de su rival, cambiando constantemente su perfil.
La víctima tenía que estar girando, clavada en el centro del ring, para poder darle la cara al escorpión que en un nanosegundo le clavaba su letal aguijón.
La pegada de Alí no tenía la potencia de Tyson, pero era infinitamente más rápido. Iba minando, golpe a golpe, la resistencia de sus rivales: ganaba por una lenta acumulación de impactos, más que por un solo jab demoledor.
Se recostaba a los cordeles (el “rope a dope”): la elasticidad de las cuerdas absorbía los impactos, y de pronto, como un equipo contragolpista, sorprendía a su oponente con un aguacero de golpes.
Impecables aptitudes defensivas. Peleaba mejor cuando venían a buscarlo, que cuando él iba tras el rival. Su elástica cintura le permitía echar hacia atrás la espalda con pasmosa flexibilidad, y capearse los misiles de sus rivales. Peleaba con la inteligencia, no con los guantes. Era un estilista, suscitaba una admiración —repito— más estética que deportiva. Sugar Ray Leonard fue, en este aspecto, su discípulo.
Cuando murió, La Nación anunció: “El tiempo vence al más grande”. Sí, el tiempo… todos perderemos ese combate, no importa con cuánta gallardía lo libremos. Pero Alí es inmortal. Lo mejor, lo más bello y ennoblecedor que le ha sucedido al boxeo.