Dicen que de viejo a uno le da por llorar con cierta frecuencia. Pero, conste, no tanto por la tristeza, sino por causa de vivencias cotidianas que, súbitamente, nos emocionan y activan fibras internas que vibran, como las cuerdas de una guitarra.
El sábado pasado, tempranito en la mañana, ingresé a un cajero automático en un centro comercial, al oeste de San José. Había dos cajeros en un mismo recinto. Mi vecino de “operativo” era un muchacho de origen humilde, a juzgar por su vestimenta y por la bicicleta, con unas botas de hule en el maletero que parecían las de un jardinero, o algo así. Mientras digitaba mi clave, noté inquietud y nerviosismo en el chico, hasta que de su cajero se desprendieron varios billetes. “¡Bendito sea Dios!”, exclamó. “¿Qué pasó?”, le pregunté.
“¡Que ya pagaron!”, me dijo. “Tenía miedo de que depositaran hasta el lunes, porque viera que había planeado invitar a mis carajillos a comer hamburguesas y resulta que andaba limpio. En cambio, ahora que cayó la harina, apenas termine el brete me los llevo con la doña y, de pronto, hasta un cono nos vamos a tirar por ahí. ¡Que tenga un buen día, señor!”, expresó el sonriente joven, mientras salía y se montaba, yo diría, ¡feliz!, en su bicicleta.
Yo también retiré mi dinero y seguí el rumbo para encontrarme con Manuel Francisco Jiménez y con su esposa, Ana Elena Salazar, amigos entrañables con quienes había acordado desayunar, como acostumbramos hacer de vez en cuando. El asunto es que mientras conducía hacia nuestro punto de reunión, noté que algunas lágrimas involuntarias, rodaban por mis mejillas.
Apenas nos saludamos, pensé comentar con Ana Elena y Manuel Francisco la escena descrita. Sin embargo, me abstuve, para compartir el relato con ustedes y con ellos, a través de esta columna, rogando, eso sí, que Antonio Alfaro, editor de Puro Deporte, me dispense por no escribir hoy de deportes. Pobre Antonio, para hablar en términos futbolísticos, a veces le meto un gol con otros temas. Ahora bien, lo anterior no pasaría de la anécdota, si no fuera por la extraordinaria dimensión de las cosas simples, como la pequeña felicidad de un muchacho trabajador, agradecido con Dios por el chance de pasear y divertirse, por lo menos un ratito, con los seres que ama.