Sí, soy un evenenado saprissista: ¿y qué?

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En su monumental obra La guerra de Troya no será, Jean Giraudoux reitera, en la boca de Ulises, esta consigna: “Es preciso declararse”. Sí, hay que asumir militancias, beligerancias, enarbolar banderas, y clavar estandartes sobre los cráneos inclinados de los rivales vencidos. En todo en la vida -y sin duda en el deporte- hay que declarase, asumir una posición. Hasta al infinitamente misericordioso Jesús lo irritaban los tibios: “los escupiré de mi boca” -advierte-. Lo lindo del deporte es tomar partido. Existe la opción de verlo desde la fría, flemática imparcialidad. Sufriremos y lloraremos menos. ¡Pero también nos perderemos de inmensas alegrías, de grandes y puras exaltaciones!

Sí, soy un envenenado saprissista. A decir verdad, esto un pleonasmo, una tautología: una redundancia. Todo saprissista es envenenado. Es un sentimiento no muy noble trenzado de manera inextirpable a nuestra urdimbre psíquica. Nos encanta ver perder a la Liga (sobre todo cuando ya nosotros estamos eliminados: es lo que los alemanes llaman Schadenfreude: “alegría penosa”: el torvo regocijo del perdedor que ve a su archirrival fracasar donde él también cayó). Hay saprissistas tan ofídicamente ponzoñosos, que prefieren ver humillada a la Liga, que ganar el campeonato. Estos especímenes podrían engalanar el serpentario del Parque Bolívar.

Sí, claro que soy un envenenado. Se vale serlo. Es parte del juego y del vacilón. No debemos ser severos. ¡El fútbol es un juego! -hay que estarle recordando sistemáticamente a ciertos energúmenos-. Cuando pierdo me vacilan, pero cuando gano me convierto en la más satánica máquina de memes, chistes, agravios y misiles irónicos contra los liguistas. Es divertido. Parte de la vida. El deporte demanda tres componentes: pasión, pasión, y pasión. No seamos puritanos: eso es el fútbol, el que no sea capaz de llorar por él (de tristeza o de alegría) no sabe de lo que se pierde.