En su niñez, Jacques Sagot Martino se resignaba a mirar desde un pretil a sus compañeros de escuela jugar fútbol en los recreos; de fijo le picaban los pies y moría de ganas por tocar el balón, mas no podía hacerlo debido a su temprana y precaria condición de salud. Eso lo sé porque me lo contó una persona de su generación. Yo lo conocí en la juventud, promisorio pianista a quien fui a entrevistar para la revista Rumbo, en el Museo de Arte Costarricense, en los días previos a uno de sus primeros conciertos, en el año 1987.
Nuestra conexión fue inmediata, y una vez cumplido el diálogo con los pormenores del recital, nos identificó la mutua afición por el fútbol, para mí un alivio, pues aquel muchacho, diez años menor que yo, era ya un intelectual, de modo que gracias al interés común, no pasé por ignorante de lo mucho que Jacques dominaba sobre el arte, la música y la condición humana. Con los años, la vida nos dio oportunidad de afianzar nuestra complicidad deportiva, el interés por las letras y el amor platónico que ambos rendíamos desde entonces a Yolanda Oreamuno, la mítica dama de la literatura y del sufrimiento, tanto que seguimos enamorados de su leyenda.
Por diferentes vías, Jacques y yo nos incorporamos más tarde al equipo de comentaristas del programa de radio Oro y Grana, y en los últimos cuatro años hemos sido correligionarios en esta columna. Él se asoma los lunes y yo cada sábado. Disfruto con sus magníficos relatos de historia deportiva; también disiento de algunas de sus posiciones, radicales desde mi punto de vista, variedad del pensamiento que me ha permitido forjar una linda amistad con el maestro, quien se autodenominó gladiador en un texto intenso y desgarrador que publicó el domingo en Página 15, carácter y jerarquía que reconozco y celebro. Realmente, Jacques Sagot es un peleador insigne.
Además de que ofrezco en estas líneas un sincero tributo a su gallardía, he de agregar que cuando por distintas situaciones me toca lidiar con el dolor, fortalezco mi voluntad inspirado en el ejemplo de este hombre de negro y manos prodigiosas. Con su vasta cultura, su extraordinaria facilidad de palabra, su filosa pluma y su coraje indeclinable, Sagot Martino vive, ríe, llora y escribe con sangre de libertad.