Resulta inmensamente significativo que en francés, inglés y alemán se hable de jouer , to play o spielen -es decir, “jugar”- para lo que en español llamamos, chatamente, “tocar” un instrumento musical. En el caso de las artes dramáticas, un actor joue , plays o spielt Hamlet, por ejemplo. La dimensión lúdica del arte queda con ello bien establecida: el teatro y el piano son cosas con las que “se juega”, como se juega un deporte. Las artes escénicas y el deporte son juegos tremendamente serios, pero juegos al fin.
El pánico escénico puede ser determinante en el futbolista como en el músico. Entrar a escena nunca ha sido para mí un acto trivial. Mágico, crispante, aterrador, paralizante, estimulante, épico, glorioso, la peor de las pesadillas… De todas esas formas lo he vivido.
Del músico y el deportista se esperan varias facultades comunes. Una: crear un diálogo íntimo y directo con su público. Dos: seducir. Tres: mostrar competencia, solvencia en una serie de destrezas específicas. Cuatro: disciplina y virtuosismo. Quinto: darlo todo en la faena, no administrar avaramente los recursos. Sexto: la valoración de la crítica. Sétimo: inspiración, creatividad, capacidad de improvisación: en la mitología lorquiana, “musa”, “ángel” y “duende”. Octavo: saber resolver in situ y sobre la marcha una serie de imprevistos y condiciones potencialmente adversas. Noveno: no derrumbarse tras un error. Décimo: cumplir, cualquiera que sea la circunstancia vital. La gente paga por disfrutar la música o vibrar con un buen partido de futbol: no le interesa si el pianista o el futbolista vienen de enterrar a su mamá: the show must go on . Décimo: carisma, encanto.
Deportistas y artistas comparten más de lo que jamás han sospechado. Hay acróbatas del piano, como hay poetas del fútbol.