Prejuiciado que es uno…
Lo digo porque durante un buen tiempo me aferré a la primera imagen que me formé del delantero saprissista David Ramírez. Como decimos los ticos: le agarré idea, tirria y no me caía muy bien que digamos.
Claro, preservé en el congelador de la memoria —no es la primera vez que me pasa— una impresión que ese goleador contribuyó a alimentar años atrás durante múltiples transmisiones televisivas de partidos del campeonato de fútbol de la Primera División.
Lo consideraba un tipo pesado, soberbio, juega de vivo, agrandado, atorrante, matón, típico “¡porta’mí!”.
Por esa razón me molestaba cada vez que lo alineaban. “¿Para qué lo meten si lo único que le interesa es lucirse?”, preguntaba en cuanto algún locutor anunciaba que ese futbolista iba a jugar.
Sí, con la arcilla de la condena y la espátula de la inflexibilidad, muy de moda en nuestro país, tallé en mi cabeza una figura que con el paso del tiempo llegó a no encajar con la realidad pues el deportista maduró.
“He tenido experiencias no tan bonitas que me han ayudado a crecer bastante, tengo una familia que me ha ayudado bastante a madurar y a valorar muchas cosas que antes no valoraba, en este momento me siento muy tranquilo, madurando cada vez más y la verdad estoy súper tranquilo, el equipo me ha ayudado muchísimo”, manifestó en octubre del año pasado.
Aún así, yo me mantuve escéptico. Sin embargo, mi percepción cambió desde el viernes 9 de marzo pasado cuando tuve la oportunidad de conversar por primera vez en mi vida con David Ramírez, quien hacía fila en el local de Starbucks en Lincoln Plaza para comprar dos bebidas: una para él y otra para su compañero Daniel Colindres.
Educado, amable, humilde y agradecido. Así lo veo ahora. Mi apreciación cambió con un amable y agradable intercambio de palabras.
Desde entonces he reflexionado en lo mucho que nos cuesta en algunas ocasiones aceptar a las personas tal y como son —nadie tiene porqué vivir de acuerdo con nuestras expectativas; pretender esto es arrogancia—, así como el hecho de que hay personas que tienen el valor de dar un golpe de timón cuando lo estiman necesario.
David decidió hacerlo ¿y quién soy yo —ser humano imperfecto, propenso a equivocarme— para aferrarme a mis prejuicios sobre él?
La próxima vez que lo vea lo invito a un café.