Ninguna otra actividad cotidiana tiene tanto impacto en la sociedad como el deporte. El fútbol, para ser más exacto, si hablamos de nuestro país. De la marginalidad produce ídolos, convierte a desconocidos en modelos a imitar y despierta pasiones de días y noches completas.
Pero usted que alguna vez ha estado en un estadio sabe lo que conlleva esa idolatría. La otra cara significa odio al rival, racismo, xenofobia, y un bullying que se ensaña contra la humanidad de quienes, por vestir la otra camiseta, son recipiente de ese “chucky futbolero” que muchos llevan adentro.
“Perra”, “enano”, “congo”, “puta de cabaret”, “cornudo”… Un rosario de voces que se gestan sin reparar si al lado hay una mujer, un niño, o simplemente alguien que fue a apreciar el fútbol como espectáculo y nada más. Un rato le piden a su dios por el triunfo y otro escupen lenguas de fuego en pro de la derrota del contrario. El cielo y el infierno en un mismo escenario.
Muchos fueron a la escuela, al colegio, a la universidad, y desfilan por las calles de todos los días como almas inofensivas. Al estadio llevan el traje de energúmenos que, a lo mejor, de vez en cuando, se visten para insultar al chofer que no dio campo, a la esposa que salió con las amigas o al hijo que llevó mala nota escolar.
Esa jauría que profesa cánticos de amor y odio al mismo tiempo no es un producto del fútbol, ni de algún deporte en especial. Lo sabemos por Sebastián, y por muchos otros niños que como él, han sido arrastrados por cobardes montoneros, matones de la palabra, abanderados extremistas de lo que alguna vez fue un costumbrismo sano: “El choteo”.
En los estadios, así como en las escuelas y colegios, hay muchos Sebastián. Más grandes y más chicos. Sufren el grito racista, el insulto a la madre, la ofensa a la novia, la maldición por solo existir. Pero por cada Sebastián, sonriente, estudioso, servicial, buena nota, hay muchos acomplejados, narcisistas, idiotas, que se sienten poderosos en razón del grupo que les rodea, el tamaño, la edad o la fuerza.
Nada descubre tanto a esta sociedad como un estadio. El salvaje e irracional tico se desviste en las gradas. Allí retoma sus tiempos de colegial con aires de superioridad, se cobija en el anonimato de la masa para escupir, ladrar, denigrar y, de alguna forma, rescatar al imbécil que guarda en camisa de fuerza cada vez que sale a la calle.
Sería lindo que allí, en los estadios, Sebastián se convirtiera en un niño símbolo. Que su muerte no sea en vano. Que no una, sino muchas veces, o para siempre, su rostro bueno aparezca en las pancartas, en camisetas, en las pantallas y, sobre todo, en el corazón de quienes pedimos un alto al bullying.