Aleluya. Aleluya. La Santa Inquisición del futbol ha desplegado sus alas en Tiquicia. Los tramposos, farsantes, timadores, engatusadores y demás sinvergüenzas serán desterrados de las canchas. Aunque no haya plata para el video arbitraje.
La justicia no es el fin. El castigo sí. No importa si hay jugadas que debían ser y no fueron penales. Menos si la falta fingida terminó en gol, pero por tiro libre desde fuera del área. Y tampoco si el farsante es el portero, que se hace el muerto durante tres minutos, y revive como Lázaro por la magia del cofal.
El gol conseguido mediante la falta inexistente sigue siendo gol. La derrota del equipo perjudicado sigue siendo derrota. La victoria del conjunto cuyo jugador engañó no deja de ser victoria.
¿Y la autoridad del árbitro?. ¡Al carajo!. Él y sus tres compañeros, son tuertos, daltónicos o ineptos. No conocen de biomecánica, incapaces de analizar si el delantero que ingresa en carrera al área y cae, lo hace porque tiene las piernas largas, el pie plano, o carece de balance por su masa o peso corporal. Eso lo saben los señores que se instalan frente al televisor y le dan play y replay, una y otra vez, hasta que llegan a la conclusión de que el tipo ese resulta ser un farsante.
Me imagino que de nada valdría que allí, frente al televisor, en compañía del Tribunal Disciplinario, estuviera el árbitro que sancionó el penal y, aún convencido, les recetase un “Sí fue penal”. Tendríamos entonces a un “farsante” condenado por un engaño en donde la supuesta víctima reconoce que “no fue engañado”.
No hay forma objetiva de determinar el engaño, cuando un jugador va a hacer contacto con un rival y se cae, independientemente de si hay roce o no. Solo si los juzgadores se metieran en la psiquis del futbolista para determinar si quiso o no engañar.
La primera definición de árbitro en el diccionario de la Real Academia es” individuo que tiene la facultad de tomar ciertas decisiones por sí mismo, sin depender de otro sujeto”. También se dice que es una autoridad o que su tarea es aplicar el reglamento.
Como es un humano, se puede equivocar. Cuando un Tribunal de saco y corbata castiga porque sus miembros tienen la convicción de que un futbolista engañó al árbitro, caemos en el absurdo de que todas las partes involucradas perdieron. Pero más el juez de cancha, porque su autoridad se debilita, pierde credibilidad y es expuesto como un tonto que se deja engañar.
Todo porque la Sacrosanta FIFA, Inmaculada, de manos blancas y puras y sus colonias de arcángeles, distribuidas en el planeta, quieren vendernos la idea de que el Juego Limpio es su juego predilecto.