Saber celebrar un triunfo —en cualquier área del quehacer humano— es un arte. Un ars celebrandus —podríamos llamarlo, por analogía con el ars vivendi o el ars amandi —.
Antier, a eso de las 9:30 de la noche, fui a echar un vistazo en la rotonda de la Hispanidad. En primer lugar, es incómodo, peligroso, atravesado, obstructivo, de todo punto de vista inadecuado usar un espacio de tan vertiginosa circulación para las celebraciones masivas.
¿Por qué no ir a un parque, a una plaza, a algún ámbito abierto y seguro?
Por otra parte, quedé patidifuso al ver a varios jóvenes sentados en la baranda de la autopista de circunvalación, unos seis metros sobre la fuente —que en realidad no es una fuente, sino una vulgar y chata tina de baño, tan sin gracia como todos nuestros monumentos urbanos—.
Gente sentada al borde del abismo, sí. Otros a horcajadas sobre la balaustrada. ¿Estarían conscientes del peligro de su precario equilibrio? No lo creo. Probablemente deliraban en un trance alterado de la conciencia —alcohol o drogas—. Algo aun más espeluznante: madres asomadas por la baranda, con medio cuerpo en el vacío, ¡y niños recién nacidos en sus brazos! Cuestión de un parpadeo, y la caída los mataría a ambos. Desde la ventana del carro en que viajaba traté de alertarlos, y por toda respuesta fui honrado con una bien escogida, granada selección de palabrotas.
Más tarde inspeccioné la rotonda… Era un basurero abyecto, ofensivo: desechos, botellas, plásticos, cartones por todas partes, y un tufo a orines que taladraba la nariz hasta las más recónditas profundidades del cerebro. Un paisaje de devastación, algo digno de los huracanes que han asolado nuestra región en meses recientes. Amigos: alguien que tira basura a la calle es más, mucho más que un maleducado o un desconsiderado: es una persona espiritualmente enferma.
Que esta victoria deportiva no convierta al país en una cantina de 51 mil kilómetros cuadrados, con 5 millones de borrachos y drogadictos que ruedan por las calles y ponen en peligro sus vidas y las de la gente que se cruza en su camino. Que nuestro festejo no sea una gestión de la locura y la autodestrucción, una misión suicida disfrazada de felicidad.
No invitemos a la muerte a nuestra celebración. Declarémosla non grata .