Me gustaba ir al Estadio Ricardo Saprissa con binoculares para observar a Wálter Paté Centeno jugar al fútbol sin el balón. Quiero decir, en aquellos instantes de los partidos en que no tenía la bola en sus pies.
En esos momentos también jugaba, participaba de manera activa en la confrontación deportiva. Sí, porque se la pasaba, como el director de orquesta que era, girando instrucciones al resto del equipo; por medio de ademanes y palabras al oído de sus compañeros, alertaba al portero, acomodaba la defensa, marcaba los tiempos de los mediocampistas y comandaba el ataque.
Daba gusto seguir de cerca el juego inteligente de quien fue un futbolista con amplia visión de campo. Un volante creativo que se mantenía atento a los movimientos de su escuadra y los del conjunto rival.
Siempre enfocado, concentrado, con el radar encendido, las luces de alerta activadas; a la procura de sorprender a la zaga enemiga, pero tratar de reducir al máximo las sorpresas en su propia área. Compenetrado y comprometido hasta tanto el árbitro no hiciera sonar el pitazo final.
Un virtuoso que no solo observaba, sino que además sabía leer, analizar e interpretar sistemas, esquemas y planteamientos tácticos, y tomar y ejecutar decisiones con la velocidad que demandaban las circunstancias.
Paté era el sastre que enhebraba la aguja, llevaba el hilo, daba las puntadas y velaba por la uniformidad del tejido. Si alguno de sus socios dejaba un hilo suelto, un ruedo a medio terminar o un ojal deforme, él hablaba, aconsejaba e, incluso, reprendía.
Me gustaba ver a ese ajedrecista, así como años atrás me deleité también con los desplazamientos estratégicos de Asdrúbal Yuba Paniagua, Leonel Hernández, José Manuel Chinimba Rojas, Óscar Ramírez, Juan Arnoldo Cayasso, Wílmer Pato López, Kenneth Paniagua, Mauricio Solís y otros talentosos que marcaron diferencia sobre la gramilla.
He admirado siempre a los futbolistas capaces de jugar aún cuando no están en posesión de la redonda. No todos tienen esa capacidad, ese don cada vez más necesario en el fútbol moderno; el holandés Johan Cruyff fue mi primer ídolo en este campo. Al frente de la llamada “Naranja mecánica” en el Mundial Alemania 1974, sentó cátedra en materia del difícil arte de practicar el balompié en los segundos en que el balón rueda por otros lados.
Gigantes como Cruyff nos enseñaron que el fútbol es, sin duda alguna, un bello deporte que se practica más con la cabeza que con los pies. Es más un asunto de neuronas que de patadas, y de inteligencia más que de fuerza.
Está por verse cómo le va ahora a Paté jugando con Saprissa sin balón, pero ya no sobre la cancha sino desde el banquillo.