¡El deporte nos ofrece historias de integridad, decencia, nobleza, bonhomía tan bellas, que solo por ellas es imposible no amarlo o, siquiera, tomarlo en serio! El 2 de octubre de 1980, en un Caesars Palace atiborrado, Muhammad Alí desafió al campeón del mundo Larry Holmes, con el propósito desmesurado (¡pecado de hybris!) de convertirse en el primer púgil ganador de cuatro campeonatos mundiales de los pesos completos. Alí era una estrella declinante, una bella y melancólica puesta de sol. Sufría ya de la enfermedad de Parkinson que pondría fin a sus días, tenía problemas de equilibrio, se extenuaba después de un kilómetro de trote, y era literalmente incapaz de poner su dedo índice en la punta de su nariz. La pelea jamás debió haber tenido lugar. Los médicos y todo el entourage de Alí debió haberla evitado.
Y entonces el mundo, estupefacto, vio algo muy bello. Holmes, que había sido estudiante y sparring de Alí, y había siempre soñado con ser campeón mundial gracias a su héroe de infancia y juventud, se limitó a mantener a su rival bajo control, dominándolo, llevando la iniciativa del combate, pero negándose a noquearlo, a humillarlo, a despedirlo del boxeo con una infame, ignominiosa paliza. Bien pudo haberlo hecho: es conmovedor ver cómo Holmes “cuida” a Alí, evita golpearlo, y llega incluso a sostenerlo en el ring, mientras acumulaba puntos hacia una victoria segura. En el décimo asalto, Alí abandonó el combate.
Holmes se acercó a él, y le dijo: “Soy campeón gracias a ti, tú fuiste mi modelo e inspiración, mi maestro y mi ídolo, y jamás te haría daño. Te quiero mucho, amigo, y ha sido para mí un inmenso honor compartir el cuadrilátero contigo”. Actuó con misericordia, nobleza, gratitud, generosidad, clemencia, respeto por la inmensa leyenda que representaba su rival. Lo propio de los seres humanos bien nacidos. Ahora sí, díganme: ¿no es esta una bella historia? ¿Una hermosa manera de comenzar la semana?