Las recientes declaraciones de Angulo han vuelto a poner de moda el tema de los pelotazos, uno de los puntos neurálgicos de la gestión de Ramírez al frente de la Liga y la Selección. A este respecto, hay dos cosas que conviene aclarar.
Primera: se impone distinguir con absoluto rigor los reventones de los pelotazos. Un reventón es una medida desesperada, perentoria, tomada a fin de alejar el balón del área de un equipo arrinconado, y ganar con ello algunos segundos que le permitan desahogarse y reagruparse. Es un feo gesto técnico, pero cuando el Titanic se estaba hundiendo, a nadie le preocupaba la elegancia o méritos estéticos del infeliz que se aferraba a una barrica en mitad del océano.
Segunda: el pelotazo es una técnica tan digna como la que más, una jugada ofensiva que merece respeto. No es mi tipo de fútbol favorito, pero eso no tiene ninguna importancia. Y urge, amigos, establecer una distinción: hay pelotazos, y luego hay Pelotazos -así, con mayúscula-. Cuando Kroos, Pirlo, Beckenbauer, Gerson o Rivelino (ambos zurdos) proyectaban pelotazos de cuarenta metros, podían ustedes tener la seguridad de que el balón iba a caer a la cabeza o al pecho de Pelé, o a los pies de Gerd Müller. Esos pelotazos eran auténticos poemas, jugadas de alta precisión, pases lanzados con exactitud satelital, algo bello de ver y, por poco, inconcebible. Cuando un equipo juega al pelotazo, ha menester de dos especímenes: un lanzador capaz de pases largos ejecutados con precisión matemática, y un puntero dotado de magnífica capacidad de desmarcación, recepción del balón (rubro deficiente en nuestro fútbol), y eficacia en la definición. Si el equipo cuenta en sus filas con estas dos especies, puede jugar al pelotazo sin tener que pedir disculpas por ello.
Lo que no es admisible son los pelotazos tirados a lo loco, sin destinatario preciso. Eso es anti-fúbol, a-fútbol, neg-fútbol, des-fútbol, y nadie debe tolerarlo. Cuando Gerson o Rivelino lanzaban un pelotazo de cuarenta metros, la Vía Láctea suspendía su sideral periplo para contemplar la belleza de aquel prodigio. Cuando lo hace un jugador desprovisto de técnica, el resultado es un mamarracho. Esperemos que esta final nos depare muchos bellos momentos de poesía balompédica.