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Opinión: ¡Hasta siempre, Cheo!

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Un rocío de agua bendita salpicaba la piel caoba de tu ataúd en la iglesia del Tepeyac donde, como la sangre a la herida, acudimos a decirte adiós. El lunes, en ese pequeño templo de El Carmen de Guadalupe, operó el ritual del ser querido que al fijar su rumbo a la eternidad, es él quien convoca. Por esa razón, los abrazos entrañables se repetían entre las personas que teníamos años de no vernos, mientras tus viejos amigos de La Nación y de otros medios musitaban con respeto esas palabras que, en ocasiones así, afloran espontánea y sinceramente desde los reductos insospechados del alma.








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