Es repugnante. Lo que otros consideran una prueba emocionante y conmovedora de fe y “humildad” (en el sentido completamente aberrado que el tico tiene de esta noción), a mí se me antoja empalagoso, exhibicionista, una especie de pornografía o de striptease religioso. Me refiero a los porteros que salen al campo y nos ofrecen un solo de santiguadas, besan un paral, luego el otro, caen de rodillas, miran al cielo, ponen los ojos en blanco, entran en éxtasis de arrobamiento, por poco levitan como “Il Poverello” de Asís, o atraen sobre sus manos abiertas a todas las avecillas del vecindario, y farfullan diez padre nuestros y cinco ave marías. Es impúdico, ostentoso, intolerablemente ensiropado.
Yo soy pianista, y jamás he visto que un solista salga a escena y le inflija a su público una letanía religiosa antes de comenzar a tocar. Nunca, en medio siglo que tengo de ir a conciertos, he presenciado pantomima tan melosamente pacata y ajena a la naturaleza del espectáculo. La gente paga un tiquete por oír a un pianista tocar un concierto de Beethoven, no para verlo caer de hinojos y declamar el missale romanum con devoción digna de San Pío de Pietrelcina. ¡Para eso existen los camerinos! ¡Sí, la intimidad, la soledad y el recogimiento de los camerinos! Y ahí si se vale, por supuesto, librarse a todo tipo de ritos religiosos, recibir la extremaunción por si morimos en el terreno de juego o en el escenario, y hasta oficiar una misa ad hoc, si tal cosa nos apetece. ¡Pero no en público! ¡La devoción, el fervor místico, la fe, el diálogo con lo divino son experiencias íntimas, si alguna vez las hubo!
Lo demás es vulgar autopromoción: mostrarle al mundo cuán bueno, piadoso, sensible, pío y bien portadito es uno. Simplemente obsceno. Ofensivo. Fuera de lugar. Por favor, no más religiosidad peliculera y oportunista para comprarse una imagen de aureola mística en la cabeza. Cada cosa en su sitio, señores.