Opinión: El sol ilumina el estadio

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Se fue el ser humano, continúa la leyenda. Javier Rojas González, un hombre valiente, espontáneo, sincero y claro, trascendió al infinito. Unos días antes de su partida, ya se había apagado Actualidad, el programa que condujo con su estilo único por más de tres décadas en Radio Columbia, donde don Javier cimentó su trayectoria periodística por más de medio siglo.

La versión instrumental del tema del Campeonato Mundial España 82 era el aperitivo de Actualidad en La Criollita y en el dial de su enorme audiencia. El sol ilumina el estadio, ya salen los grandes equipos… Pertenezco a una generación de periodistas a quienes él respaldó generosamente. Mis compañeros y compañeras de La Nación, y muchísimos más de distintos lugares, edades y épocas, recibimos, invariablemente, su cariño, su pasión, su ejemplo… Sus enseñanzas.

Se cuentan por decenas las anécdotas en torno al emblemático comunicador, cuyo verbo directo y contundente, además de su vasto conocimiento de la historia, le otorgaron un sitio de honor en el periodismo nacional, que será difícil volver a llenar. Era un loco entrañable, profundamente humano, noble de corazón y a la vez duro con sus verdades incómodas, sus filazos certeros y sus férreos códigos de la moral.

Ninguno pudo con él; ninguno pudo con él… Tras su desaparición física, pienso en los colegas que reciben la estafeta del ícono, la responsabilidad que encaran, la noble misión que están llamados a continuar, el legado de un grande. Me refiero a los periodistas de la emisora que Rojas González contribuyó a forjar, un medio de comunicación donde, afortunadamente, la nueva generación de comunicadores cuenta con guías y referentes de la estatura profesional de don Mario Méndez Castro, señor del micrófono, caballero insigne.

El jueves, en la Iglesia de San Juan de Tibás, después de que Rodolfo Martín Ovares nos hizo llorar, sonreír y volver a llorar con su intensa evocación del Capo, en la intimidad de mi hogar, al borde de la medianoche, con un profundo respeto a su memoria y a sus familiares, decidí servirme en silencio un whiskey (el que prefería don Javier). Lo bebí lentamente y le expresé con gratitud, de aquí a la eternidad: ¡Hasta siempre, Maestro!