En este país nos gusta dar pelota. Desde niños aprendemos que ese juguete, de hule, plástico o espuma, es para patearlo; apenas abandonamos la andadera y nos animamos a soltar la mano de mamá o papá, y dar los primeros pasos por cuenta propia, alguien nos arroja un balón y nos enamoramos perdidamente de esa Luna de colores que rueda y rebota sobre el piso de la casa.
Luego, conforme crecemos y afinamos el dominio de nuestros pies, descubrimos que no se trata de patearlo por patearlo. Entonces comenzamos a explorar, pulir y disfrutar las diversas posibilidades que la bola nos ofrece: rozarla, frotarla, rasparla, acariciarla, tocarla, consentirla, besarla con los zapatos, hacerle cosquillas con el pie izquierdo y abrazarla con el derecho.
Con el transcurso del tiempo, cuando incursionamos en el divertido mundo de las mejengas de plaza, playa, lote o calle, algún amigo con más horas futbol nos enseña a administrar la redonda con arte y maña: con la punta del calzado (lo que se conoce como “puntazo”), el empeine, el borde interno o el externo, y de “taquito”.
Una etapa mágica sin duda alguna. Una enorme satisfacción ser capaces de hacer rodar la pelota a ras del suelo, lanzarla a media altura, ponerla a volar en un despeje o un saque de puerta, darle efecto, coordinar potencia y ubicación, engañar al guardameta, colocarla en alguno de los ángulos del marco o justo en los pies de un compañero de equipo.
Después damos el salto a la entretenida y pícara fase de la jugada de pared, la bicicleta, la rabona, el túnel, el amago, el sombrero, el baño, la jugada del tonto y alguna que otra genialidad (o “chiripa”).
El siguiente paso consiste en aprender a hacer series, rematar con la cabeza, amortiguar el balón con el pecho, “dormirlo” en la nuca. Los más diestros logran anotar goles de chilena, media volea, olímpicos o a cobrar penales a lo Panenka.
Sí, nos gusta dar pelota, pasar el balón, administrarlo, controlarlo, compartirlo, distribuirlo, ser generosos con él. De vez en cuando abusamos del tiempo que conservamos la bola en nuestros pies durante un partido, pero la mayoría de las veces nos desprendemos de ella y jugamos en equipo.
Por eso, porque lo hemos practicado a nuestra manera, gozado, reído y llorado, es que el fútbol nos apasiona, seduce y enloquece a lo largo de un mes cada cuatro años. También por eso es que nos duele, aunque aparentemos lo contrario, que la Copa Mundial llegue a su final.
Afortunadamente, podemos seguir dando pelota.