No hay grupera que no chime ni oficio sin chascarrillos. Hace poco, tomando café con varios colegas, recordaba la vez que casi perdí mi libreta de apuntes en un sitio realmente insólito. En mi época de cronista de La Nación solía trabajar incómodo, encaramado en distintas alturas, pero también en modernos palcos de prensa, como en el majestuoso Estadio Nacional, donde, paradójicamente, sufrí el fiasco de la libreta, durante el descanso del clásico más emocionante de cuantos me tocó cubrir en tres décadas (4 a 4), un mediodía nublado, frío y lluvioso.
Apenas terminó el primer tiempo, el hielo ambiental y las urgencias de la próstata me obligaron a correr al orinal más cercano, por cierto, atestado de parroquianos. Claro, todos íbamos a lo mismo. Para agarrar campo había que treparse y hacer equilibrio sobre el borde de la regadera. Debidamente alineado, hombro a hombro con mis semejantes, aprisioné la libreta entre un brazo y mi cuerpo, mi bolso de cuero al hombro y manos libres para accionar.
Aquel chorro colectivo tronaba como las cataratas del Niágara. En esas estaba, distraído y contento, cuando mi libreta se me empezó a resbalar, y el bolso a descolgarse del hombro, sin que pudiera evitarlo. Comprendan, tenía las manos ocupadas. Además, en semejante apretazón, si me movía un centímetro, me llevaba a todos en banda, como pines de boliche.
Al filo del vértigo, tuve que ceder. Solté la libreta, cayó al suelo y se desmadejó en el caño del mingitorio. Ni modo, me lancé al orinal. Acongojados, unos; esmorecidos de la risa, los demás, ninguno logró el orinus interruptus (algo imposible, orgánicamente hablando). Rescaté la libreta del caudal de los riñones, busqué un lavatorio y la lavé sin restregar, para no borrar las anotaciones del primer lapso, insumos vitales para mi crónica.
Con un sofoque tremendo, volví al palco a presenciar el segundo tiempo. Mis jóvenes colegas, armados con sus laptos, tabletas y demás artilugios tecnológicos, seguían como si nada, mientras este dinosaurio de lapicero, libreta y trazo, despedía un tufo a amoniaco que ni les cuento. Vale que los chicos a mi lado, como que no lo percibieron. O, quizás, disimularon.
Si fue así, les agradezco. Se ve que me estimaban.