Quizás fue el frenesí de las ventas, mi estatura de niño (de niño apenas mediano, además) o simple y mágicamente un regalo divino del mismísimo sagrado Corazón de Jesús, patrono de la parroquia que me vio crecer.
Lo cierto es que no había sido mi culpa sino mi suerte volver a casa con la Pepsi (luego cobro el comercial) y los 20 colones.
No sé cómo no se me ocurrió comprarme de una vez un algodón de azúcar o una galleta suiza con leche condensada, que para entonces no se encontraban en los supermercados, como ahora, que hasta en la “pulpe” del chino las venden.
Alguna vez ya conté esta historia (usted perdone si es repitente). ¿Será que se va poniendo uno viejo y empieza a repetirlo todo? Sigamos...
Muy dichoso, entré a la casa contando mi buena suerte (en realidad, sería tal con el paso de los años). Entonces, la sonrisa no me duró mucho tiempo, antes de que mis padres me hicieran volver lo andado con el pago pendiente.
Nadie en el chinamo parecía haberse dado cuenta y por suerte bastó con un “esto es de un refresco que había quedado debiendo”.
Qué tramposo resulta el alivio de no haber sido descubierto. ¿No debería bastar con la conciencia? Si Maradona mete un gol con la mano que nadie nota con claridad y además lo adereza atribuyéndolo a “la mano de Dios”, resulta que el tipo es un genio. Si todo el mundo lo hubiera visto, incluido el árbitro, diríamos qué sucio.
En todo caso, desde el refresco en las fiestas de la iglesia entiendo que no hay forma de engañarse.
Entiendo hoy también –por lo investigado en La Nación – que los federativos del fútbol se topan la oportunidad de quedarse con la gaseosa, la galleta suiza, el algodón de azúcar, el churro y los 20 colones, de una y otra forma (ya se las iremos contando), casi tan fácil como aquella vez en el turno.
No dejo de pensar que de verdad fue un día de suerte.