La tarde del domingo anterior presagiaba lluvia en el cantón de Esparza; los primeros chubascos empezaron a caer sobre la carretera Interamericana, mientras aficionados al Puntarenas FC, enfundados en su camiseta naranja, esperan ansiosos en la parada “la chivilla” o autobús que los traslade hasta Puntarenas centro.
A las 4 p. m. el PFC se medía al Cartaginés, en el Estadio Miguel Lito Pérez, en barrio El Carmen, en un duelo que causó revuelo en el cantón central y los alrededores, al punto que el miércoles anterior, en solo dos horas, se vendieron todas las entradas para el compromiso. Desde que el equipo regresó a la Primera División cada partido se vive bajo un ambiente de fiesta, orgullo y esperanza.
Al empezar a llover más fuerte, los seguidores porteños se miraron unos a otros. “Cuando llueve acá en Esparza no llueve en Puntarenas”, le dice uno al otro, dándose ánimo, al no poder llevar sombrillas o paraguas, al ser prohibido su ingreso.
El bus hace la parada y los seguidores porteños rápidamente ingresan. En su interior varias camisetas naranja fosforecentes resaltan entre los asientos. Como era de esperar van conversando del partido, el buen momento del arquero Guido Jiménez y el aporte de los limonenses Johnny Gordon y Steven Williams, así como del joven Anthony Hernández.
“Además del Puerto a qué otro equipo le vas?“, alcanzo a escuchar en medio el ruido del motor y del ambiente del autobús, como parte de la conversación entre dos amigos. Mientras tanto, me percato que estamos cerca de llegar al puente sobre el Río Barranca y ya no llueve. Tampoco arriba, en la montaña, como se suele decir, cuando baja el agua limpia por el cauce.
“Diay, solo al Puerto: Acaso uno tiene doña y querida. Las dos no se puede”, respondió el otro en tono pícaro y descarado, lo que hace que las carcajadas resuenen en el interior del autobús.
Al llegar al distrito de Barranca, se empieza a notar aún más la feligresía naranja, se multiplican las camisas alusivas al club. Nuevas, del torneo anterior en la Liga de Ascenso, originales y otras con diseños personalizados, sin faltar la retro, la del extinto Municipal Puntarenas, campeón nacional en la temporada 1986-1987, con el patrocinador de la afamada bebida gaseoso color naranja.
Los truenos que se escuchan cerca del barrio Juanito Mora vuelven a alertar a los viajeros: “¿Lloverá?”, pregunta alguien a mi espalda. “Hace rato truena en Barranca pero no llueve. Cuando llueve se viene el baldazo de una vez”, responde alguien más dando más esperanzas a aquellos que no quieren mojarse.
A la vera del camino y en cada parada las camisetas del PFC se multiplican. Son casi las 2:15 p. m. y los porteños no quieren llegar tarde y menos quedarse sin campo, a pesar de tener la entrada en mano. Otros no van a poder ingresar a la Olla Mágica, pero igual se visten de naranja en apoyo al club.
Al llegar a El Roble, Luis Moscoso Campos espera en su silla de ruedas pacientemente, con rostro de tensión y hasta preocupado, un autobús que lo transporte al estadio. Su esposa, Lillian Elizondo, habla con el chofer, quien en instantes activa la plataforma y puede subirse. En su rostro se nota tranquilidad.
“Antes vivía frente al estadio, pero desde que me casé vivimos en Boulevard 4. Cuando vengo al estadio me preocupa que la rampa de los autobuses no funcionen o bien que pase muy lleno, por lo que salga unas dos horas antes del partido para no tener contratiempos. Por dicha los buses andan en buen estado, pero uno nunca sabe o puede fallar algo”, dijo Moscoso, quien labora con la Fuerza Pública en la delegación de El Cocal, en Puntarenas.
“En lo personal nos motiva venir a ver los partidos por como está jugando el equipo. Pasar de la segunda a la primera y el tener buenos resultados sin duda llena de mucho optimismo y motivación a los aficionados. Desde toda la vida asistí a ver al Puntarenas FC, es mi equipo y cada vez que podemos voy con mi esposa”, añadió.
El recorrido continúa, ya suman 37 personas, de los 50 y tantos pasajeros con camiseta anaranjada en el bus. Madres con sus hijos, adultos mayores, jóvenes y adultos. La mayoría van sentados, pero también algunos de pie se la juegan para llegar al estadio.
Como es normal en el recorrido, el autobús se desvía en su ruta al Hospital Monseñor Sanabria, que es parada obligatoria y regresa de nuevo a la carretera principal. Al lado otros autobuses rebasan al de Esparza y la tónica es la misma: a través de las ventanillas se pueden observar mayoría de ocupantes con camiseta del Puerto.
Cerca del cruce de Chacarita una presa detiene la marcha del autobús, lo que hace reaccionar a los pasajeros. Miran el teléfono celular y el reloj y se guarda un inesperado silencio. El retraso los pone nerviosos, inseguros aunque en menos de 10 minutos el automotor avanza de nuevo y la tranquilidad vuelve a los usuarios que están deseando arribar al Territorio de Tiburones.
Capas por vigorones
Al llegar al centro de Puntarenas empieza a soplar la tradicional brisa marina, la que proviene de la playa y anuncia la lluvia, como efectivamente sucede instantes después, cuando se viene una garuba que pone a todos a correr, mientras las graderías están prácticamente llenas.
La amenaza de lluvia no es la mejor noticia para Dionisia Bejarano, quien a sus 62 años tiene más de 38 de vender vigorones frente al Coquetón Lito Pérez, porque la gente empieza a buscar dónde meterse, mientras aparecen los vendedores de capas, quienes en cuestión de minutos hacen su agosto.
De ₡1.000 pasan al doble, en algunos casos. Cuestión de oferta, demanda y oportunidad, porque tan rápido como aparece la lluvia, igual se desvaneció y los que vendieron las capas se quedaron con el dinero y los aficionados que la compraron la tendrán solo de recuerdo.
Algunos fiebres más vivillos se atrincheraron en el bar ubicado en el sector suroeste del estadio. El esquinero donde hay karaoke. Lleno de porteños observan la primera parte del juego entre Guanacasteca y Alajuelense, entre cervezas y ceviches. Otros apenas escampa, se terminan de tomar la “birra” en la calle y se aprestan a ingresar al Lito Pérez.
Desde las 3:15 p. m. las graderías del Liro Pérez están teñidas de naranja y blanco. En el sector oeste el grupo o comparsa Estacao Primeira llena de samba y sabor el ambiente. Los tambores, trompetas y el coro de los aficionados retumba en el inmueble con cánticos, gritos y el ritmo es contagioso y se desborda, cuando el equipo sale a calentar a la cancha.
Solo un pequeño grupo de aficionados al Cartaginés, en el sector este, intentan competir con el fervor porteño, misión que parece imposible ante el apabullante apoyo de los puntarenenses a su equipo que prácticamente se da durante todos los 90 minutos del partido.
Ni siquiera el penal de Michael Barrantes, que pone adelante a los brumosos, silencia a los chuchequeros que no dejan de motivar a sus jugadores y le piden ir al frente una y otra vez.
Aún en el entretiempo la samba no deja de sonar e incluso cuando un aficionado anotó un gol en el marco oeste, en uno de los juegos que organizó el club con seguidores que llegaron a ver el partido, toda gradería explotó con el grito de gol en la garganta, tan o igual de apasionados como cuando Asdrúbal Gibbons, mediante la pena máxima anotó el empate 1-1 en el que finalizó el partido.
En el epílogo del compromiso, hasta el cielo se tiñó naranja con unos celajes propios de una postal y los aficionados en las graderías encendieron la luz de sus celulares y despidieron a los jugadores con la promesa de volver para el próximo compromiso.