Comencemos profiriendo una perogrullada: el fútbol es un deporte. ¿Por qué? Porque su esencia es la competitividad. Toda actividad competitiva y pugnaz (las finanzas, la política, la lid erótica de dos machos disputándose los favores de la misma hembra) se “deportizan”. Dos rivales (individuales o colectivos) se enfrentan para demostrar su superioridad, su hegemonía, y ser ungidos con la corona conferida al mejor.
Pero el fútbol es también una ciencia que convoca a muchas ciencias: deportología, fisioterapia, psicología, mercadotecnia, medicina deportiva, educación física, estadística. Por otra parte, moviliza esos componentes que llamamos estrategia y táctica, inherentes a cualquier investigación científica: la medicina enfrenta la mayoría de las enfermedades desde esta doble perspectiva.
Y falta lo más importante: el fútbol es un arte. Demanda de los jugadores facultades más propias de un músico que de un atleta: imaginación, creatividad, inspiración, capacidad de improvisación, lirismo, regodeo en la belleza, estilo, ritmo, la coreografía de los movimientos individuales y colectivos, ingenio, chispazos de genialidad, virtuosismo de las destrezas específicas, don de comunicación con su público, disciplina, talento, carisma, la casi paranormal lectura de la mente de sus compañeros de equipo.
Actividad múltiple, transdiciplinaria, heterogénea, compleja, híbrida, un constructo cultural valiosísimo justamente por cuanto toca a estas tres grandes áreas: deporte, ciencia y arte. Las tres son indispensables. La falta de una sola de ellas conspiraría contra la eficacia de cualquier equipo y lo condenaría al fracaso. Según las diversas escuelas futbolísticas, estos ingredientes se observan en diferentes dosis. Solo he conocido un equipo que reuniera a parte iguales los tres componentes, y ostentara incluso uno más: la magia. Me refiero al Brasil campeón mundial en 1970. Ahí les dejo mi testimonio presencial.